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El otro día me falla la batería de la moto. Decido llamar al seguro. Pero reparo en que (no me juzguen) ni sé con qué aseguradora estoy. Miro en mi cuenta a ver qué aseguradoras me pasan recibos. La aseguradora X y 250 euros al ... año. Llamo. «Hola, buenas, que mi moto está sin batería». Y le digo la matrícula. «Perdone, caballero, usted aquí no tiene esa moto asegurada: tiene otra». ¿Otra? Sí, en concreto la que vendí hace cuatro años. Pero sin dar de baja el seguro. He dicho que no me juzguen.
Llamo después a mi banco. «Aquí tampoco la tiene asegurada, pero hay unos recibos de la aseguradora Z». Llamo a Z. Después de mil opciones, que aquello más que una llamada parece un 'elige tu propia aventura' (si tu moto ha sido arrollada por un oso pardo, marca el 78…), por fin doy con un agente. Cuando oyes una voz humana después de tanto rato te dan ganas de invitarle a cenar.
«Hola, quería arreglar mi moto y luego dar de baja este seguro». Cagada. Cuando oyen «dar de baja» es como si oyes a tu madre un «tú verás…». Se va la voz humana. «Espere que le paso con…». Y una música. Alienante. De esa que si la escuchas al revés seguro que es satánica. Te tienen dos horas. Te coge otra voz. Esta vez, menos humana. «Y usted por qué demonios quiere darse de baja». Y todo eso. Y te dejan la oreja tan roja que ni pegándola a un capó con tres horas al sol en Torrevieja, oiga. Total, que quitarte del seguro es más difícil que deshacerse del abrazo del oso pardo (el que te ha arrollado la moto, 'vid supra'). Y al final, yo no sé, pero creo que he contratado algo para el hogar. Igual tengo ya tres seguros para una moto. Que sigue sin batería. Y así me va.
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