Hace años monté con mi socia un circo, y hoy nuestros enanos crecen a la velocidad del hombre bala. Y me hacen recordar el aplastante e ineludible avanzar del tiempo. Decía mi profesor de Literatura que, si lo hacíamos bien en nuestra vida, esta sería ... una constante y fatigosa carrera contra el tiempo. Creo que llevo corriendo demasiados años.

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Mi hijo aparecía el otro día con una sonrisa perlada de dientecitos, mostrando un hueco más de los habituales. Adivina qué, me dice con la mirada. «¡Ey, tío, se te ha caído un diente!». Me sonríe, pícaro. «Eso significa que hoy tendremos una noche ratonuda».

«Ratonuda…». Me derrito, pero con agridulzura, porque estos días estoy más bien de 'botella medio vacía'. Dulzura por su candidez y acritud por extrañar de antemano a un Ratón Pérez cuyas visitas a mi casa estarán ya contadas. Y, cuando sujeto en brazos al más pequeño, pienso que hace media hora (año arriba, año abajo) hacía lo propio con un fulano que ahora cuenta 14 años y tiene más pelo que la mujer barbuda. O cuando entro a la habitación de mis hijas, que antes olía a colonia de bebé y ahora, a leonera de circo. Nuestros payasetes han disminuido de número y ya solo nos quedan dos pequeñitos. Ahora somos nosotros, los adultos, los que a veces avergonzamos a nuestros hijos adolescentes 'haciendo el payaso'.

Mi mujer y yo montamos un circo hace casi veinte años. Y hoy seguimos ambos siendo los malabaristas de la casa y continuamos viviendo funciones de magia e ilusión. Pero nos crecen los enanos y pronto nos convertiremos más bien en un teatro, serio y lleno de giros dramáticos, de sonrisas y lágrimas. Tan solo espero que sigamos dando espectáculo.

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