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Decirlo es el primer paso. «Soy optimista». Y me dirán: pero si lo que decimos es eco de lo que sentimos y no al revés. Pues sí, también al revés. Como una suerte de sortilegio mágico, nuestras expresiones (faciales, corporales y verbales) tienen incidencia en ... nuestro sentir. Por tanto, pensar que uno es optimista es importante para conseguir serlo. Estoy en un curso de Psicología y leí que nuestro carácter lo forma el 50% la genética, el 40% la actitud y el 10% el contexto. ¿De diez puntos del examen, hay cuatro que ponemos nosotros? ¡Aprobamos fijo!
Siempre pensé que era pesimista. Hasta que comprendí que el 'cómo soy y cómo respondo' puede entrenarse. Puede 'decidirse'. Porque el cerebro es nuestro músculo más flexible. El más poderoso, como dice Mario A. Puig. Un día, cenando con Brendan, un buen amigo del mundo del cine, solté: «Igual es que soy pesimista». Me miró fijamente y me dijo: «You are not». Y me hizo una prueba: «Respóndeme a esto: ¿querrías que mañana se diera un cambio relevante en tu vida, sin saber el qué, o que todo permaneciera igual?». Respondí que elegiría el cambio. «Eres optimista», concluyó. Vaya. Y recordé que Churchill decía que el pesimista ve en cada oportunidad una calamidad, y el optimista ve oportunidades incluso en lo calamitoso.
Sería un primer paso de gigante hacia el optimismo si, a partir de ahora, cuando nos pregunten «qué tal» respondemos: «Muy bien, la verdad», intentando convencernos de que es así. Y renunciando al ¿privilegio? de poder quejarnos por no creer estarlo. Así, nuestros actos no solo responderán al sentimiento (tan volátil…), sino que comenzaremos a sentir según lo que marquen nuestros actos. Y sumaremos esos cuatro puntos.
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