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Ahora los televisores son planos e inteligentes (o 'smart'). Dilucidaba con un amigo que la televisión fue el fuego del siglo XX. Si nuestros primitivos se arracimaban en torno a un fuego a contar historias, la tele del salón ha sido durante muchos años el ... catalizador de la reunión del hogar. Después de la hoguera en las cuevas de los 'homo nosequés' vino el fuego en los hogares: todos arrebujados en la sala de la chimenea, al calor del hogar. Para tejer, tomar un brandy o leer libros de páginas acartonadas y amarillentas. Después, mucho después, llegó la radio. Y añadió a las mismas reuniones la algarabía compartida: la emoción de personas que escuchan a la vez un evento, noticias, un concierto, o efemérides históricas como que hubiera terminado una guerra.

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La televisión fue criticada por su excesiva capacidad de absorción ('caja tonta'). Pero como todo, era buena si se controlaba su uso. Como decía Cesbron, «la televisión nos proporciona temas sobre los que pensar, pero puede no dejarnos tiempo para hacerlo».

Partiendo de una buena utilización, ojalá siguiera siendo el fuego del siglo XXI. Que buscáramos momentos, películas, series que nos juntaran. Y nos diera la excusa de 'manta y palomitas'. Porque la televisión ya no es tonta. Sabe que hoy reina el individualismo, y la oferta audiovisual lo detecta. Etimológicamente, individuo es lo no divisible. Algo que no podemos compartir. Ahora hay tanta oferta que existen algoritmos o perfiles que separan lo que ve Fulanito o Fulanita en la misma casa. Con lo que ya no hay un solo fuego. Hay mil pantallas que nos aíslan. Y cuando el fuego se extiende en distintos focos, ocurre lo normal. Que hay incendios donde antes había un calor de hogar.

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