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Hay una fábula con moraleja que siempre me ha gustado. Dicen que en las cacerías tradicionales, con jaurías lanzadas tras una liebre, los únicos perros que siguen corriendo al cabo de un tiempo, cuando llegan el cansancio o las dificultades, son los que realmente perseguían ... al conejo. El resto de los canes que se habían lanzado a correr (y habían sufrido estoicos las mismas inclemencias que los demás) finalmente dejan de hacerlo. Porque no corrían con sentido. No corrían con la meta en la cabeza. Corrían porque los demás también lo hacían.
Y pensaba que, cuando ante una disquisición solo tenemos la 'respuesta' pero no 'las razones', acabaremos por cambiar esa respuesta en cuanto nos suponga un problema. Al fin y al cabo, es lo que vemos en política cuando los periodistas tiran de hemeroteca. El relativismo es no considerar nada como verdad absoluta y eso desemboca en que, si no vivimos según pensamos, acabaremos pensando según nos apetezca vivir. 'Espera un poco', se pregunta el perro, '¿para qué corro si estoy ya agotado?'. Y dejará de perseguir al conejo. O de perseguir la Verdad.
Cuando no existe ninguna verdad absoluta, te acabas dejando llevar por lo que la vida te haga vivir. Y los esfuerzos sin una meta tienen menos utilidad que Spiderman en una urbanización de chalés de dos alturas.
Por eso no me sorprende lo que vemos a nivel político. Presenciamos pactos, concesiones y entendimientos que antes no se consideraban correctos. Y ahora, como el relativismo permite pensar que algo está bien o mal en función de las circunstancias, algunos creen que (casualmente) lo correcto es… lo que mejor les viene.
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