Estos días me desborda el trabajo. Y eso, con los hijos de vacaciones, se convierte en un circo de ocho pistas donde te crecen los enanos, pillas a la mujer barbuda afeitándose y tus payasos se tornan en poetas deprimidos.

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Mis hijos me miran a ... los pies de mi mesa de trabajo, como perrillos a la espera de que caiga alguna migaja de pan. Alguna migaja de mi tiempo. Eso me hace sentirme decaído. Pero es ahí cuando la familia aparece para levantarme. Porque como dijo Saulo, en mi debilidad encuentro la fortaleza. En este momento, mi hermano está con seis niños en el cine (y no precisamente viendo una buena). Él allí, mientras yo tecleo. Siento vergüenza y orgullo. Porque no llego donde mis hermanos, mis cuñados, mi mujer o mi familia han de llegar por mí.

No creo ser mal padre. Pero no sé si soy un buen tío. Ni un buen padrino. No soy alguien que suela 'estar ahí'. Porque casi nunca estoy. Solo confieso que quiero más a los míos de lo que parece. Más de lo que puedo demostrarles. Solo confieso que algún día devolveré con creces lo recibido.

Es como esa anécdota cristiana en la que el padre insta al hijo a que levante una roca con todas sus fuerzas. «No puedo», contesta el niño tras intentarlo con denuedo. El padre sonríe y pregunta: «¿pero has usado todas tus fuerzas?». El niño no contesta. Y al hacer una última intentona ve que su padre le ayuda y levantan la piedra con facilidad. «¿Ves?», le dice. «No habías usado todas tus fuerzas. Porque te faltaban las mías». Compañera, sobrinos, tíos, hermano, abuelos… gracias por vuestras fuerzas, que son las mías. Gracias por ayudarme a levantar las rocas que no puedo levantar. Algún día quizá levante yo las vuestras.

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