Amistades peligrosas

Me alegra pensar que tengo amigos que sí me han calado. Que han demostrado conductas o ideas que he hecho propias. Por ejemplo, cuando salía a correr, nunca llegaba hasta el final del paseo, donde hay un faro. Un amigo que me acompañaba a veces me enseñó que lo que se empieza, se acaba. Para mí ese faro tiene ahora un nombre: el suyo.

Cuando una vez hablé de una conducta impropia de alguien, otro amigo me objetó: «Vete a saber por lo que estaba pasando». Ahora, las veces en que logro no juzgar me viene su imagen a la cabeza. Otro, que cada vez que le contaba algo (ya incluso desde niño) siempre respondía con un «ah, ¿sí?». Dos monosílabos que mostraban curiosidad: mostraban que no escuchaba para responder, sino para comprender. Esos monosílabos llevan su apellido para mí.

Otro que me prohibió literalmente atender un deber, porque no debía ir corriendo a todos lados. Y ahora, muchos días de locos me digo: «Fulanito me prohibiría hacer otra cosa más». Y así aprendí a decir que no. Y otros dos, que no diciendo sino haciendo, me enseñaron que servir en silencio es la mejor manera de hacer que alguien se sienta querido.

En fin, que hay que escuchar lo que los demás nos aportan. Querer aprender sin escuchar sería como pretender adquirir toda la sabiduría del mundo leyendo un solo libro: el nuestro.