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Hoy es 23-F. Y quiero contar la historia de un hombre que, aquel día de 1981, cuando Tejero sujetaba una pistola en las Cortes, él sujetaba un inerme bebé en sus brazos. Era su primer cumpleaños como padre. Su primer cumpleaños conmigo en este ... mundo.
Y como ya dije cuando hablé aquí de mi madre, creo que, ante mi aridez emocional en muchos ámbitos tan palpable, es en la palabra escrita donde he encontrado mi mejor versión. De ahí que le dedique estas palabras escritas hoy (es como cuando eras niño y regalabas un dibujo a tus papás y te quedabas tan ancho: yo lo mismo, pero con esta columna).
Entonces. Gracias por ser el compañero de mi madre. Gracias por ser el padre de mi hermano. Gracias por hacerme quien soy. Tienes un defecto que me ha llegado, a través de la sangre, también a mí: el de la melancolía. El de ser un mal juez de ti mismo. En mi caso, eso hace que a veces asomen los fantasmas en mi ánimo convulso. Y escribir, como ahora hago, es lo único que los disipa.
Esos fantasmas me traen siempre una amenaza: la de pensar que quizá no llegue a dejar poso en este mundo. Pero es curioso cómo, a veces, descubrimos en los demás verdades sobre nosotros mismos. Y descubro en ti lo que espero que algún día descubran mis hijos en mí, y eso aleja esa amenaza de mi ánimo. Porque como dijo Rousseau, un buen padre vale por cien maestros. Tu vida, por tanto, ya ha dejado un poso imperecedero. Porque yo no soy sino en ti. No soy sino lo que he bebido de vosotros. Como el amor al arte, a las letras, al trabajo. Dándonos vida, has dado sentido a la tuya. Has dejado poso. Ahora, por favor, dedícate a disfrutarla. Y olvídate de fantasmas. Esos… déjamelos a mí.
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