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El autoritarismo es un producto de la inseguridad y esta es hoy el resultado inevitable de unas transformaciones tecnológicas y económicas que han destruido la aparente solidez del orden social forjado desde la revolución industrial. Solidez aparente incluso en las contradicciones que amenazaban su supervivencia ... y que, como la política de bloques, al desaparecer iban a abrir la nueva era del'fin de la historia'. Esta expectativa no se ha realizado. A la dualidad comunismo/capitalismo sucedió una conflictividad proteica, con nuevos protagonistas venidos del fondo de la historia como el Islam yihadista. La revolución digital conmovió las estructuras productivas, la globalización fue el marco de una creciente desigualdad, los componentes ya consolidados del mundo del trabajo y de la política se encontraron literalmente desintegrados ante la violencia y rapidez de los cambios, y, en definitiva, la cohesión cedió paso a un medio líquido donde el individualismo, posesivo o de supervivencia, constituía la única baza a jugar.
Nada tiene de extraño que las instituciones y los partidos políticos reaccionaran tarde y mal ante un reto que cuestionaba su propia existencia y cuya naturaleza desconocían. Hubiera merecido la pena tomar en consideración las reflexiones de Bauman sobre la modernidad líquida, pero eso no sucedió, lo mismo que no fueron tenidas en cuenta las consecuencias de la globalización para Europa. Es más, ante una cuesta abajo tan pronunciada como la impulsada por la crisis de 2008, los partidos políticos optaron por enquistarse y por un cierre ante la sociedad, lo que generó una situación de distanciamiento que redujo aun más a las elecciones el contenido de la democracia. Los efectos fueron trágicos, sobre todo para la socialdemocracia, que había protagonizado el supuesto tránsito hacia un mundo feliz desde 1945. En países como Francia, Grecia o Italia corre el riesgo de desaparecer.
En esta sociedad líquida y en crisis, la disgregación afecta a todos los niveles de la vida social y política, y su consecuencia más dramática es esa «fatiga de la democracia», detectada y mal resuelta por Van Reybrouck (léase su 'Contra las elecciones'), observable sin más en las encuestas de opinión y en movimientos de protesta como el del 15-M.
A la estabilidad de los sistemas políticos en América de Norte y en lo que Javier Pradera llamaba «la Europa-balneario» sucedió esa pérdida de confianza generalizada, cuyo precipitado es el auge de los populismos, favorecido por la revolución en los medios de comunicación. ¿Por qué confiar en unas organizaciones políticas y sindicales que hasta tal punto han mostrado su incapacidad para resolver los problemas derivados de la nueva coyuntura? En un mundo dominado por las técnicas de marketing, no resulta difícil aplicarlas al espacio político y dejar de lado unos análisis que verosímilmente estarían cargados de pesimismo, por no hablar del círculo vicioso que en algunos países como Italia resulta de la impotencia del sistema. La solución está al alcance de la mano, una vez que el socialismo está agotado: basta con diseñar una imagen dualista, donde el emisor ofrece al destinatario descrito genéricamente -el pueblo, la gente- un cúmulo de felicidades, mientras son satanizados el régimen político vigente y sus protagonistas. Sigue la designación un chivo expiatorio -ejemplo, la inmigración- que legitima la irracionalidad de fines y medios, proporcionando en los términos que apuntara Ortega, un soporte de masas.
El reduccionismo del proyecto populista lleva necesariamente a un liderazgo personal, de tipo carismático. A lo que llamaríamos con palabras viejas un cesarismo o un caudillismo. En circunstancias extremas, como la crisis de entreguerras ante la amenaza comunista, Carl Schmitt acudió incluso, tomándola de san Pablo, a la figura del héroe que vence al Anticristo. Aun sin esa carga apocalíptica, y surgiendo con frecuencia del interior de las democracias, tanto en Latinoamérica como en Europa los nuevos caudillos asumen ese papel de redentores de vocación autoritaria por encima de los incómodos límites de los ordenes institucionales vigentes, a los cuales erosionan desde dentro y se proponen reemplazar. Les favorece la incidencia demoledora del marketing sobre un discurso político que se jibarizó primero como «argumentario» dictado desde arriba y desemboca finalmente en la miseria del tuit, vivido además por sus emisores de masas como forma superior de participación política.
Un efecto singularmente grave de este desenlace es que la opinión pública no percibe su verdadero significado. En Italia, ha tenido que actuar de modo insensato Salvini para desenmascarar sus propósitos de subversión de la democracia parlamentaria. Así propició un frente de contención heterogéneo, nacido del temor ante su exigencia de «plenos poderes». Hasta ese momento había jugado perfectamente sus bazas: desde esgrimir eficazmente el espantajo de la inmigración, con el cierre de puertos, a una modernización radical de la propaganda política, eludiendo el Parlamento y poniendo en pie una maquinaria robotizada sobre la red, de culto a sus acciones y aplastamiento del adversario. El problema reside en que desde el ángulo opuesto, le ha salido un competidor, Matteo Renzi, lanzado ya a dinamitar la unidad constitucional con un nuevo partido de uso personal. Caudillo contra caudillo: balance, inseguridad democrática.
También en España hemos experimentado el coste de esa política cesarista, desconocedora de los intereses generales en nombre de la subida a los cielos de un hábil demagogo. Con una permanente representación teatral, Pablo Iglesias ha logrado descargar ante la opinión pública sobre su presunto aliado la responsabilidad que es toda suya: impedir la formación de un Gobierno democrático. Para eso están los renacidos caudillos.
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