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Acabo de pasar unos días en Riga, la capital de Letonia; es una bonita ciudad. El motivo del viaje ha sido visitar a mi hija, que trabaja allí. El carácter de la gente es peculiar (¿y dónde no?). Los letones son circunspectos y de rostros ... bastante inexpresivos, a la vez melancólicos. Se muestran más o menos educados y amables; desde luego distan de la hostil hosquedad de sus vecinos rusos con los extranjeros, que en Moscú llega a lo desagradable y sorprendente. Dice María, mi hija, que la tristeza de la gente está directamente motivada por los bajos salarios. Una cajera de supermercado, por ejemplo, gana algo menos de dos euros a la hora. Los jóvenes resultan más simpáticos que las personas mayores. Muchos de ellos quieren emigrar de Letonia y en concreto Barcelona es una de las ciudades más anheladas (otro triunfo de Puigdemont). Me contó María que, más allá de la amargura por el bajo nivel de vida, el letón es introvertido y cualquier aproximación o una sonrisa de un desconocido la toman por una excesiva toma de confianza. Me asombró saber que la costumbre en un comedor de empresa es que los trabajadores se sientan en lugares separados entre sí, por lo general solos. Y si coinciden en una misma mesa, colocarse enfrente les parece inadecuado y optan por la diagonal.
Riga está acostumbrada al turismo y bien preparada para el mismo. Hay dos cosas muy buenas: que puedes comer en los restaurantes a cualquier hora y que la mayoría de la población habla inglés. La comunidad rusa de la ciudad no está bien vista por la ciudadanía letona y las relaciones son tensas. Visitamos el barrio ruso, donde se eleva una de las imponentes torres de Stalin de estilo gótico soviético, prolongación de las siete que hay en Moscú. María, que está en ese periodo juvenil en que le mola lo decadente (en Riga tiene dónde elegir), nos llevó a un pequeño mercadillo ruso de cosas de segunda mano, y robadas, situado en un desangelado solar. Al entrar en el recinto, miradas torvas. Allí no iban turistas, y no me extraña. No había más que mierdas hacinadas, pero algo compramos, no nos fueran a linchar por ir solo de mirones. Al salir, nos fijamos en un anciano que estaba en la entrada de aquel infiernillo. Tenía un aire desvalido y vendía una única cosa, algo en un plástico. Por lástima, fui a comprarlo. No hablaba más que ruso y no nos entendíamos, tampoco supe lo que era aquella cosa, un cable con un enchufe unido a un tubito metálico con agujeros (un precario calentador para soldaduras, comprobé después), ni el precio que pedía. Le di un billete de cinco, que cogió, pero mostró dos dedos. Pensé que quería siete y le di dos euros más. En realidad era que no tenía cambio y que dos era el precio. Le indiqué que se quedara con los siete y me sonrió con un agradecimiento lleno de dignidad.
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