Brutos y piadosos
El foco ·
El prójimo que sufre, al que podemos ver el rostro, nos interpela y nos obliga a dar una respuesta, positiva de acercamiento y comprensión o negativa de violencia y rechazoEl foco ·
El prójimo que sufre, al que podemos ver el rostro, nos interpela y nos obliga a dar una respuesta, positiva de acercamiento y comprensión o negativa de violencia y rechazoCuenta Primo Levi en 'Los hundidos y los salvados', último libro de su 'Trilogía de Auschwitz', una anécdota que en realidad fue relatada por Miklos Nyiszli, médico húngaro que se contaba entre los escasos supervivientes de un 'Sonderkommando' o Escuadra Especial de Auschwitz, prisioneros en ... su mayoría judíos encargados de llevar a los judíos seleccionados a las cámaras de gas, sacar después sus cadáveres, buscar los objetos de valor y clasificarlos (desde los zapatos a los dientes de oro), cortar el pelo a las mujeres muertas, llevar los cuerpos al crematorio, sacar las cenizas, hacerlas desaparecer. Concebir y organizar estas escuadras fue, como señala Levi, «el delito más demoníaco del nacionalsocialismo (...), descargar en otros, y precisamente las víctimas, el peso de la culpa».
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Pues bien, Milos Nyiszli formaba parte de uno de los últimos 'Sonderkommandos' que operaron en Auschwitz y fue testigo de lo que podría considerarse un milagro si, en un lugar como Auschwitz, pudiera existir dios. Es un día como otro cualquiera en el campo de exterminio. Nyiszli entra junto al resto de su escuadra en la cámara de gas a retirar los cadáveres y llevarlos al crematorio. Debajo de un maraña de cuerpos, encuentran a una joven con vida. «La muerte», señala Levi, «era su trabajo cotidiano, la muerte era una costumbre, porque precisamente o enloquece uno el primer día o se acostumbra, pero aquella mujer estaba viva». Nyiszli y sus compañeros esconden a la joven, que es casi una niña, sólo tiene 16 años, la reaniman, la cuidan, intentan salvarla hasta que es descubierta por un oficial de las SS que decide que la chica tiene que morir.
El milagro en Auschwitz es imposible o, si ocurre, es la antesala de su misma negación. Levi relata esta historia no tanto para ejemplificar la imposibilidad del milagro en ese infierno, sino para hablarnos de la posibilidad de la piedad y de la compasión. A través de la historia de Nyiszli, Levi señala que la crueldad y la costumbre de la muerte, el contacto diario con el horror, se rompe con la presencia de la joven, aunque sea brevemente. Incluso los hombres cuya humanidad ha sido devastada por esa labor de «esclavos embrutecidos», encuentran en sí mismos la memoria de la piedad y de la compasión. Han tenido que perder a la fuerza ambas, piedad y compasión, ante su tarea diaria, pero frente a esa mujer a la que han visto el rostro, vuelve esa parte de su humanidad casi totalmente borrada.
Esta única joven descabala la lógica de la muerte de una forma que no pudieron hacer los cientos y cientos de personas que la Escuadra había llevado a la cámara de gas antes que a ella. Levi compara este hecho con el fenómeno Anna Frank: «No hay proporción entre la piedad que experimentamos y la amplitud del dolor que suscita la piedad: una sola Anna Frank despierta más emoción que los millares que como ella sufrieron, pero cuya imagen ha quedado en la sombra. Tal vez deba de ser así; si pudiéramos y tuviésemos que experimentar los sufrimientos de todo el mundo no podríamos vivir... a los sepultureros, a los de la Escuadra Especial y a nosotros mismos no nos queda, en el mejor de los casos, sino la compasión intermitente dirigida a los individuos singulares, al Mitmensch, el prójimo: al ser humano de carne y hueso que tenemos ante nosotros, al alcance de nuestros sentimientos que, providencialmente, son miopes»
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Es fácil estar de acuerdo con la afirmación de Levi. Una vez que individualizamos el sufrimiento, que vemos la imagen de un solo niño ahogado en la orilla de una playa, se despierta nuestra compasión. El problema, me da la impresión, es que hasta que no vemos a ese niño ahogado, no sentimos. Si ese niño no hubiera muerto en un naufragio de una balsa de refugiados y hubiera llegado vivo a nuestras costas, no sabríamos que se llama Aylan, lo internaríamos en un centro de menores, lo llamaríamos MENA y sería parte de la estadística de personas no deseables en suelo patrio. Detrás de ese acrónimo esconderíamos si no nuestra crueldad, sí nuestra indiferencia, nuestra ignorancia activa. Hace unos días Alfonso Castán, editor de Contraseña, compartía esta frase de Julio Ramón Ribeyro en Twitter: «Amar a la humanidad es fácil, lo difícil es amar al prójimo». Y pensé que Ribeyro, como Levi, señalaba una de las características de nuestros tiempos, que sus dos reflexiones se complementan dejándonos en mal lugar.
El prójimo que sufre, el que tenemos cerca y al que podemos ver el rostro, nos interpela y nos obliga a dar una respuesta, positiva de acercamiento, comprensión y compasión o negativa de violencia, rechazo y también omisión (como nos enseñó Levi, la omisión deliberada es una forma negativa de respuesta). La pregunta, a partir de Levi y Ribeyro, es cuándo la falta de amor al prójimo, la falta de compasión, se puede convertir en brutalidad. Levi diría que hasta los más brutos (como Nyiszli o el oficial de las SS que acabó ordenando asesinar a la joven superviviente) tienen momentos de piedad, pero que eso no exonera a los culpables de sus crímenes. Entiendo que «si pudiéramos y tuviésemos que experimentar los sufrimientos de todo el mundo no podríamos vivir», pero me da la sensación de que estamos en el extremo opuesto, que estamos realmente embrutecidos.
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La crisis provocada por la Covid-19 ha descubierto nuestro embrutecimiento, particularmente en lo referente a la falta de cuidados hacia los más vulnerables: desde los que se empeñan en no ponerse la mascarilla e incluso negar la existencia del virus, hasta las actitudes irresponsables, si no criminales, de algunas administraciones públicas. Cuando la cuerda de las crisis sociales, como la que estamos viviendo ahora, se tensa al máximo, se rompe precisamente en los espacios de relación con el prójimo más vulnerable. La falta de amor -de compasión, de piedad o de empatía, si prefieren- se convierte, ante la adversidad, en desprecio, incluso en odio. Es entonces cuando nos escudamos en el número y nos negamos a mirar al individuo. Es entonces cuando deshumanizamos a cada una de las personas que sufre, escondemos nuestras acciones crueles maleando el lenguaje con eufemismos, justificamos los motivos por los que los más débiles se convierten en prescindibles. Y lo hacemos, precisamente, bajo la mayor de las falacias: por el bien de la mayoría, por el bien de la humanidad.
En estas circunstancias ser bruto es fácil, lo difícil es ser piadoso.
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