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Que la especie humana ha buscado dominar el planeta desde que, en la sabana africana, el homínido Lucy se pusiera en pie hace tres millones y medio de años para otear el horizonte, es algo que hemos ido comprobando. A partir de ese hito se ... ha ido forjando la enorme inteligencia y vanidad del 'homo sapiens', que ha querido poner su huella en tierra, mar y aire, lo cual es loable, aunque solo sea por afán de saber qué hay allá, al otro lado de la curva. Bajo ese ímpetu de conocer y manosear todo, buena parte de la casa común está hecha unos zorros. O sea, que mucho hay de bárbaros y bastante de guarros en ese hemos llegado y aquí nos quedamos. En todo caso, digamos también que aún hay largo y apasionante recorrido para gozar en Gaia y sentirse en ella libre y sin carga de pena o culpa, no de forma tan virginal como hacía Australopithecus Lucy, pero sí con la misma mirada de admiración al limpio infinito.
Y, desde luego, el mayor de esos infinitos está en el cielo y en lo que a él se abraza, las montañas más altas de la Tierra, ese homenaje que la tectónica ha creado tras millones de años de retortijones en sus entrañas. El Himalaya trepa sin modestia y reta a las nubes con osadía; sus cientos de cumbres heladas ya no requieren oxígeno, lo que acredita que son más de allende que de aquende, más de aquel infinito que de cercanías. Pero, ay, el mono sabio no podía dejar algo sin hollar, nada sin colocar una bandera. Y mientras esos ochomiles habían estado hibernados e invernados durante milenios, el bípedo aventurero miró hacia arriba y se dijo: nos vemos en un rato.
La llegada al Everest, Annapurna, Cho Oyu…, y así hasta nueve que superan esa emblemática cota y más de cien que traspasa los 7.000 metros en Himalaya, fue convirtiéndose en una hazaña desde primeros del siglo pasado. Imaginar al británico Mallory, al neozelandés Hillary y al italiano Meissner poniéndose manos a la obra, con precarios materiales y sin ojos mediáticos ni voces que narraran la peripecia, no puede sino calificarse como proeza. Y no menos proeza es lo que han hecho posteriormente personas cercanas a nuestras latitudes (Iñaki Ochoa de Olza, Juanito Oiarzabal, Edurne Pasaban…), dejando la vida algunos y partes del cuerpo otros. Hablar de arrojo, valentía, intrepidez, coraje, sufrimiento… es un pleonasmo cuando uno se refiere a los alpinistas de altura, al himalayismo.
Pero esa hazaña que empezó siendo casi solitaria, con la espiritualidad que uno intuye para cada zancada de crampón y cada manotazo de piolet, se ha ido pervirtiendo a medida que la montaña aislada y venerada ha perdido el sonido del silencio, ese que Simon y Garfunkel dejaron como himno callado. El Everest, titán entre los titanes, tiene hoy ruido y… mierda. En 2017, solo en la vertiente nepalesa fueron retiradas unas 25 toneladas de residuos sólidos y 15 de humanos; o sea, pura caca que a esa altura ni se descompone ni hay bacterias e insectos que puedan hacerse con ella. Las fotos que nos llegan de vez en cuando de la zona son deplorables; material abandonado como si de un vertedero ilegal se tratase: cuerdas, clavijas, botellas de oxígeno, pilas, aparatos electrónicos, miles de retazos de tela de tiendas de campaña esparcidos por las laderas… El techo del mundo mancillado por una marabunta que desea poner en Instagram su dominio cenital, un selfie de vanidad, una foto de ojos urgentes por bajar; retinas que quizá ni han reparado en la belleza del infinito logrado porque el objetivo no era emocionarse en su cumbre, sino conquistar, vencer, derrotar a la montaña antaño inexpugnable, hoy al alcance en las agencias de turismo nepalíes o chinas por 20.000 dólares. Cierto es que ni aunque fuera gratis intentaríamos ir la mayoría de los mortales a esa cima ni a otras mucho más bajas. Cuestión de agallas.
Pero no es de agallas de lo que aquí hablamos, sino de algo que queda bien ilustrado en la foto que hizo el 22 de mayo el alpinista nepalí Nirmal Purja cuando bajaba por tercera vez del Everest. Se encontró con un atasco de más de 200 personas. Han leído bien: 200, atrapadas en una arista helada y vertiginosa. Ejerció de «guardia de tráfico» según sus palabras. La hilera humana a modo de operación salida presagiaba tragedia; atorados en situación crítica ante el frío, la falta de oxígeno y la expectativa de no salir de un penoso embotellamiento que finalmente se saldó con la muerte de once de esos alpinistas.
Reivindicar para el Everest tranquilidad, menos ruido y más limpieza es algo inimaginable hace solo treinta años. La escena de ese tapón, ansioso de hacerse con la cota más alta del mundo, chirría por todos los lados en cuanto se aplican los más básicos conceptos de empatía con el medio. Pero la cosa no queda ahí; quien suscribe se quedó de piedra al leer la respuesta del alpinista que sacó la foto cuando se le preguntó por qué la hizo. Pues bien, no respondió lo que uno ingenuamente esperaba, o sea, por denunciar la caótica situación en el paraíso; lo que dijo es «tomé la foto para mostrar por qué fui tan lento en mi récord. Me retrasé cuatro horas y quería dejar claro por qué me retrasé». Los gobiernos que se reparten el tesoro del riesgo en altura se ponen de perfil. Mientras, la escena queda grimosa para quienes no necesitan riesgos ni records en la naturaleza, da igual que sea a nivel del mar que cerca de la luna.
No seré yo quien me rasgue las vestiduras por el ranking sobre quién ha subido qué y cuánto en más o menos tiempo, si en verano o en invierno, por la norte o por la sur, sin oxígeno o chutado de él. Pero poco tendría que hablar con ese alpinista que hizo la foto y con tantos otros que desean tocar el cielo pecando en la lucha de codos para subir e ingresar en un listado de héroes. Ni un ápice de valor quitaré a sus gestas, pero tampoco les concederé la admiración que sí profeso a quien cuida de esas montañas sin tener que escalarlas.
Por mi parte, el cielo puede esperar como bien decía la película de Warren Beatty. En el Everest no se rueda película alguna, pero sí hay pases continuos de una obra de teatro a la que no podemos lanzar la frase que se le desea a ese gremio: mucha mierda. Aquí, lo que queremos es que sus actores vuelvan vivos, pero que se traigan la mierda consigo.
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