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El consumo de sustancias estupefacientes o alucinógenas es tan viejo como la humanidad y ha estado, además, muy unido en muchas culturas a los rituales religiosos o de socialización. Así la hoja de coca para los pueblos aymara o quechua; el yopo insuflado en los ... rituales guerreros yanomamos; la bebida de ayahuasca, elemento central de las celebraciones purificadoras en numerosos pueblos amazónicos; la ingesta de hongos alucinógenos, como la Amanita Muscaria, en cultos aztecas como el de Quetzalcoatl. Y el peyote o mescalina, cuya utilización ya mencionara en el s. XVI fray Bernardino de Sahagún entre chiminecas, luego documentada en rituales de navajos y apaches mescaleros; los ritos con kava o yagona de tribus en polinesia; la utilización del opio o la flor de loto en China y Oriente o, finalmente, el alcohol y el tabaco como drogas aceptadas socialmente en nuestro viejo continente y en Occidente en general.
Ciertamente, hoy en día, gran parte de la población mundial no vive en sociedades de cazadores recolectores y los conocimientos científicos y médicos (esos poco importan a una parte significativa de la humanidad que vive muy lejos todavía de beneficiarse de ellos) nos aportan una información sobre las consecuencias de su utilización de la que no se disponía durante siglos. Así, hoy sabemos de los efectos perjudiciales de su consumo y se han multiplicado las campañas e implementado políticas, a nivel internacional, que alertan sobre las graves consecuencias de su utilización. Aun así, en pleno Tercer Milenio nos encontramos en nuestro propio ámbito vasco, español y europeo con consumos juveniles de cannabis preocupantes e informes que son desalentadores. Como no se cansa de repetir Joseba Zabala, médico y experto en adicciones, se ha producido una banalización del consumo de hachís que es profundamente perversa. Llegados a este punto es necesario decir que esta responsabilidad no es exclusiva de la juventud, sino que sobre ella ha de reflexionar, fundamentalmente, mi propia generación, aquellos que dimos una calada inocente a un porro hace ya más de tres décadas e hicimos del culto al alcohol el eje central de nuestras fiestas.
Quienes hemos dedicado cuarenta años de nuestra vida al ámbito educativo, hemos asistido con profunda tristeza al deterioro intelectual y comportamental de numerosos alumnos y alumnas cuyo consumo de porros se hacía habitual. Constatación empírica que se hacia realidad entre bromas y disculpas de familias y docentes. «Qué gracioso está fulano cuando le brillan los ojitos». «Hoy mengana ha estado brillante, como se nota que el fumeteo acrecienta su vena artística». «¿Usted no ha dado nunca una calada? Por un porrito no pasa nada». «Yo le planto en la huerta la 'maría' a mi hijo, así si es natural no le hace daño». Afirmaciones de este tipo se convertían en estúpidas premoniciones cuando al cabo de unos años, a veces meses, sabías que aquellos alumnos o alumnas estaban ingresados en la Unidad de Psiquiatría del hospital y después, al encontrarte con ellos en la calle, constatabas las secuelas de por vida en un comportamiento que tan fielmente reflejaba 'el Luisma' en la serie 'Aida'. Y es que 'el cigarrito de la risa' no da tanta si hacemos caso a los expertos sobre el daño que infringe al organismo, tanto a nivel físico como psíquico, el THC, que es el componente psicoactivo de esta droga.
A pesar de las advertencias -y desde la Sociedad Española de Psiquiatría, que ha dirigido durante años el doctor Miguel Gutiérrez, se han hecho muchas-, más de 7.000 jóvenes vascos se declaran consumidores y en todo España el porcentaje es de un 17,5%. Constatar déficits de atención, trastornos de personalidad, cambios bruscos de humor, retraso escolar, descenso de calificaciones, disminución de la motivación, etc. pueden ser indicadores que alerten a familias y docentes de la aparición de un problema. Bien estaría afrontarlo y no evadirlo, pues los jóvenes más frágiles podrían terminar presentando un cuadro de trastorno paranoide, depresivo, esquizofrénico o psicótico, de consecuencias impredecibles, sin descartar que en algunos casos esta adicción no sea sino el puente de acceso al consumo de otras sustancias mucho más letales.
Llegados hasta aquí, estaría bien que nos sintiéramos interpelados por esta realidad y que planteáramos la gran pregunta: ¿qué podemos hacer? No soy partidario de las medidas meramente represivas. Sin reconocer su necesidad, por lo tanto, volveré a reivindicar el papel de la educación. Como sociedad, todos y todas debemos hacer pedagogía social y para ello es fundamental no banalizar estos consumos. Ciertamente no es labor fácil, enfrente tenemos ejemplos que trabajan en nuestra contra. Desde los tiempos de Robert Mitchum, pasando por Francis Ford Coppola, Oliver Stone, Quentin Tarantino o Morgan Freeman, entre muchos actores conocidos, hasta la actualidad con artistas como Rihanna, Miley Cyrus o Lady Gaga, la apología del consumo y la infravaloración de la adicción dificultan esa necesaria pedagogía social que ha de complementar las campañas y políticas institucionales que puedan frenar esta más que cuestionable realidad.
No creo en prohibiciones, tampoco creo en los beneficios de la legalización de los 'coffe shops'. Sigo pensando que la educación -es decir, el fomento de la autoestima, el autocontrol y la ciudadanía crítica entre nuestra juventud- son el mejor antídoto contra quienes ofrecen goces efímeros bajo el atractivo envoltorio de una droga, sea esta la que sea.
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