Si no me equivoco al no vivir yo a la madrileña por razones obvias, creo que en lo que llevamos de campaña para las elecciones del 4 de mayo sí se ha conseguido definir con claridad la situación de la comunidad más poblada del país: ... Madrid es ese lugar en el que resulta imposible que te encuentres con tu ex mientras resulta inevitable que antes o después manden una bala a tu nombre a algún organismo oficial. Reconozco que me fascina ese detalle. Imagino al malhechor preparando con cuidado el sobre y decidiendo que, al no saber la dirección de su víctima, enviará la bala a su atención, pero a la Dirección de la Guardia Civil, donde sin duda se la harán llegar cuanto antes.

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No es fácil seguir el carrusel del casquillo, pero pongamos que las últimas balas les han llegado a Isabel Díaz Ayuso, José Luis Rodríguez Zapatero y de nuevo a Pablo Iglesias, que ahora condena en Twitter la violencia «sin peros ni excusas ni balones fuera». Eso hace que al instante afloren en Twitter las ocasiones anteriores en las que Iglesias los balones los despejaba como Ruggeri. La situación consigue ser repugnante, pero graciosa: la balacera postal. También una artimaña electoral que ha salido mal a ojos vista, demostrándole a un país que convivió con el terrorismo durante cuarenta años cómo la estrategia política puede empeorar y pasar del marketing a la indecencia.

Los casquillos que alfombran en campaña la Gran Vía (letra para chotis) son de diversos calibres pero comparten la caducidad: desaparecerán cuando no haya pugna electoral. Volverán al lugar sensato donde hasta ahora se manejaban estas cosas. Por lo pronto, ha decaído la tesis inicial puesta a circular por Podemos, que las balas provenían necesariamente de gente relacionada con las fuerzas de seguridad. Como si en este país no se hubiese vuelto de la mili robando hasta tanques. Como si no existiesen los mercadillos. O como si no existiese internet. Por lo demás, entrar en una competición de amenazas, detallando cada envío y consiguiendo que no se hable de otra cosa, es una gran idea. Propongo comenzar a publicitar también las amenazas de bomba que se reciben en recintos con mucha gente, sobre todo aquellas en las que al otro lado de la línea se carcajea un tipo que se dice Fumanchú.

ALERTA

No en voz alta

El lehendakari le escribe cartas al Gobierno y el Gobierno no le escribe de vuelta. Es muy raro. Y descortés. Yendo tan fantásticamente como va la cogobernanza, alguien en Moncloa debería coger papel y escribir: «no». O «el Gobierno se manifiesta en su intención», que fue lo que dijo ayer la ministra de Sanidad cuando le preguntaron tras el Consejo Interterritorial si se planteaban mantener el estado de alarma en las comunidades donde la epidemia no fuese bien. Traduzco: la respuesta de la ministra significa también que no. Y eso que Idoia Mendia hizo ayer de intermediaria entre Moncloa y Ajuria Enea. Me la imagino explicándole a Urkullu lo de Sánchez: «No te escribe porque no sabes el lío que tienen ahora con las cartas en Madrid». La vicelehendakari salió a decir que podría prorrogarse el estado de alarma en el País Vasco y que podría ser lo correcto. Después, la ministra Darias lo negó. De viva voz. Tres veces.

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EE UU

Cien días

Joe Biden dio ayer un discurso a la nación al cumplir cien días de mandato. Habló de pandemia, reformas, infraestructuras, pero a mí me recordó algo fabuloso que había olvidado: tras ganar en 2016, Trump siguió dando mítines. Como si no pudiese parar. O como si hubiese visto que el Despacho Oval es un rollo. Así que Trump, a los cien días, mientras la prensa subrayaba la palabra «incompetencia», se largó a Harrisburg y celebró en un mitin no estar en «el pantano» de Washington. Él, o sea, el presidente. Cómo le echo de menos.

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