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Hace apenas tres meses entró en vigor en Cataluña un impuesto que grava directamente determinadas bebidas que contienen distintos niveles de azúcares: refrescos, zumos de frutas azucaradas, bebidas que se comercializan para tomar después de hacer deporte, leches endulzadas y té o café con edulcorantes. ... El objetivo de la norma aprobada por el Parlament es que el nuevo impuesto repercuta directamente en el consumidor con una subida del precio de entre el 5% y 20% en función del tamaño de los envases y la cantidad de azúcar que lleven.
¿Por qué se ha creado este impuesto? Esencialmente para disuadir al consumidor de tomar ciertas bebidas con gran contenido de azúcares. La Organización Mundial de la Salud viene señalando que las dietas ricas en azúcar son uno de los factores que influyen en el desarrollo de enfermedades del corazón, obesidad y diabetes. Obviamente, cuando se establece un impuesto, el poder público tiene también un objetivo recaudatorio. La Constitución española señala en su artículo 31 que los tributos tendrán como objetivo el sostenimiento del gasto público mediante la creación de un sistema de extracción de la riqueza justo, inspirado en los principios de igualdad y progresividad. Se ha llamado poco la atención sobre la importancia que dicha norma ha tenido en el devenir y transformación de España los últimos 40 años. Pero esto no nos ocupa ahora.
Así las cosas, la Generalitat espera recaudar este año 27 millones de euros y el próximo unos 40. A pesar de ser una cifra simbólica, ayudará a mejorar las maltrechas arcas de un Govern incapaz de salir al mercado de deuda como consecuencia de la inestabilidad e impericia política que sufre Cataluña. El sistema de financiación autonómica, más centrado en la suficiencia que en las capacidades financieras de las comunidades, impide la doble imposición tributaria, por lo que no es descartable que como en otros casos (depósitos bancarios), el Estado termine regulando el mismo impuesto a tipo cero, lo que obligaría a compensar a la Generalitat con la cantidad que inicialmente había previsto recaudar. En todo caso, los impuestos, por pequeños que sean, tienen impacto en la marcha de determinados sectores económicos.
Es necesario recordar que en 2011 Dinamarca introdujo una tasa similar para grasas y azúcares. Al margen de la dificultad burocrática que implicó su gestión y recaudación, los ciudadanos de lugares transfronterizos viajaban a Alemania a comprar productos más baratos con las mismas características, lo que ocasionó una disminución del consumo y pérdidas empresariales que se tradujeron en la disminución de empleos. El impuesto fue retirado 15 meses después. Los expertos también han llamado la atención sobre la limitada eficacia del impuesto para conseguir la limitación de la ingesta: la demanda de refrescos es inelástica y el consumidor reacciona comprando bebidas del mismo tipo de marcas más baratas y de peor calidad. Estamos, por tanto, ante una medida cuestionable, aunque no solo desde la perspectiva funcional y económica.
Cabe preguntarse además, por los límites de la intervención de los poderes públicos en la vida de los ciudadanos. ¿Hasta dónde puede llegar el Estado para cambiar nuestros comportamientos? Los filósofos existencialistas llamaban libertad efectiva a aquel espacio que la sociedad y las instituciones habían ido ganando a la realidad para garantizar la subsistencia individual en niveles mínimamente razonables. Pero la intervención pública, en forma de regulación, está llegando en nuestros días a niveles insospechados hace décadas, en parte como consecuencia del conocimiento que aporta el desarrollo tecnológico. Quién sabe si estamos entrando en una etapa distópica, donde la libertad tal como la conocemos esté dando paso a un albedrío tutelado por una estructura científica y gubernamental, encargada de librarnos de las malas costumbres.
Claro que esta no deja de ser una forma reductiva de plantear el problema. Hoy sabemos que los humanos tenemos un cerebro que piensa rápido y lento. El sistema de pensamiento intuitivo puede tomar decisiones perjudiciales para el ser humano en atención a los sesgos, lo que puede ser aprovechado por el mercado para engañarnos en el contexto del consumo. El poder público lleva décadas previniendo sobre conductas individualmente nocivas, aunque como en el caso del tabaco o la circulación vial, las prohibiciones tenían también como objetivo la protección de terceros. Sin embargo, regular jurídicamente la alimentación más allá de la protección del orden público sanitario, como es el caso aquí traído, parece una medida paternalista que implicaría por exceso una reducción de la libertad entendida como experiencia: aquella que permite la mejora humana aprendiendo de los errores propios y ajenos.
Pero al margen de estos arranques filosóficos, poco se puede objetar a un poder público empeñado en empujarnos hacia la virtud. ¿Acaso no fue Rousseau quien dijo que llegado el momento, se nos podía obligar a ser libres? Es muy probable que el genio ginebrino se esté revolviendo en su tumba al comprobar que la libertad para fundar la ciudad política que él pergeñó se ha transformado en autonomía personal para estar libres de azúcares y malos hábitos. Modesto -y paradójico- fin para un Parlamento que como en el caso catalán, parece preferir la magia de los momentos constituyentes, a la aburrida administración de las cosas y comportamientos.
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