Avergoncémonos
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A todos nos toca, en mayor o menor medida, ser conscientes de nuestra complicidad en este fallo gigantesco y de sus pavorosas repercusionesSecciones
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El foco ·
A todos nos toca, en mayor o menor medida, ser conscientes de nuestra complicidad en este fallo gigantesco y de sus pavorosas repercusionesA estas alturas, empieza a estar bastante claro: nos hemos fallado a nosotros mismos, y les hemos fallado, en especial, a los más vulnerables entre nosotros, nuestros mayores, que coincide que son esos a cuyo esfuerzo y enseñanza debemos buena parte de lo que tenemos: ... la relativa prosperidad y la no poca libertad de las que los más jóvenes hemos podido disfrutar, en nuestra edad adulta o a lo largo de toda nuestra existencia, y que ellos no se encontraron ni les vinieron precisamente dadas. Es duro constatarlo, pero, como ya dijo hace siglos el poeta, las verdades que nos amargan conviene echarlas siempre de la boca.
Ese fallo nos concierne como comunidad y también, aunque a unos más que a otros, como individuos. Se han redimido de él, y de qué manera, todos aquellos y aquellas que en estos días, con protección o sin ella, se han apostado en la vanguardia y aguantan a pie firme en la brecha la acometida de esta amenaza invisible que nos azota. Los hay que en ese combate han dado la salud o incluso la vida. A ellos no sólo no se les puede reprochar nada, sino que tenemos con su sacrificio una deuda de gratitud que no podremos pagar nunca. Las medallas y homenajes que tenemos para estos casos son exiguos e insuficientes, y habrá que ver si ni aun en esto sabremos ponernos de acuerdo.
A los demás, aunque a medida que van pasando los días de confinamiento se empiece a extender por nuestros sofás con wifi el deporte de la diatriba, nos toca, en mayor o menor medida, ser conscientes de nuestra complicidad en este fallo gigantesco, así como de sus repercusiones, de veras pavorosas; y entregarnos, en su lugar, a ese otro ejercicio tan exigente y poco apetecible, pero tan necesario para que una sociedad o un ser humano pueda aspirar a enmendar sus errores: el de avergonzarnos.
Avergoncémonos, sí, cada cual de lo que sabe que le toca, y no permitamos, cuando todo esto pase, que nadie se abstenga de aceptar su cuota correspondiente de vergüenza. La catástrofe sanitaria, social, económica y en última instancia moral que nos ha traído el coronavirus es fruto de una conjunción de factores: se suele poner el énfasis en los que tienen que ver con el pasado más reciente y con las autoridades, cada uno aquellas que le son más antipáticas, procurando salvar la cara de las afines; pero, para entender y calibrar adecuadamente las proporciones de la debacle, se hace necesario mirar más allá, en el tiempo y en el ámbito subjetivo de las responsabilidades. A todo lo que se viene descuidando desde hace años; a nuestra conformidad, nuestra aquiescencia o incluso nuestra aprobación del destrozo.
Nos hemos convertido en una sociedad cortoplacista, banal y siempre absorta en el entretenimiento y en el estímulo más inmediato y estridente; hemos desatendido la planificación a largo plazo, el pensamiento y la necesaria prevención del escenario más desfavorable. Nos hemos dejado arrastrar por una filosofía endeble, la del 'todo irá bien' y a todo tengo derecho, cuando la cruda realidad de la vida y de la naturaleza, tanto humana como de lo que nos rodea, es que lo que pueda ir mal, irá mal. Y en esas circunstancias, los frágiles derechos de los que nos hemos hecho a disfrutar son barridos como hojas que el viento arrastra con una fuerza que nos sobrecoge y nos hace enmudecer.
Hemos convivido sin escandalizarnos con la retribución hasta el delirio de ciudadanos cuya aportación a nuestro futuro, nuestro bienestar y la garantía de ambos es irrisoria. Basta con ver en qué andan y qué nos dan desde que empezó a pintar en los peores bastos de los que muchos tenemos noticia. Y, a la vez, hemos aceptado que quienes sí nos ofrecen una esperanza y un soporte frente a las adversidades se vean despreciados, explotados y apenas reconocidos. Muchos de ellos se están jugando ahora la vida por salarios injustos e insuficientes para mantener a sus familias; otros investigan contrarreloj, a cambio de míseras y ominosas becas, para encontrar la salvación que aguardamos y que nos permitirá, si nadie lo remedia, volver a distraernos con lo que carece de importancia y olvidarnos de lo que la tiene.
Se puede intentar alegar que cada uno de nosotros, con la limitada fuerza que le cabe hacer en los asuntos comunes, es un partícipe insignificante de tales injusticias, ahora convertidas en espanto y desastre. Pero sin nuestras pequeñas pasividades, nuestras pequeñas renuncias e inconsciencias, sería imposible sostener la gran negligencia colectiva que en estos días aflora y nos pasa la factura. Y si bien es innegable que en la crisis y la gravedad de sus consecuencias entre nosotros tiene un peso la decisión o indecisión de quienes ocupan instancias de poder, no es menos cierto que ahí están con el voto y el consentimiento que les damos cuando nos los piden, sin reclamarles, en muchas ocasiones, la responsabilidad que por ello les incumbe.
Formaría parte de esa responsabilidad, entre otras cosas, que en este momento se abstuvieran de arremeter unos contra otros para tratar de transferir al rival la culpa, y se concentraran en lo que la emergencia les encomienda. No los secundemos con la fidelidad que nadie merece hasta ese absurdo punto. Exijamos sólo que pongan todos los medios de que disponemos, desde la indigencia en que estamos, para reducir el daño. Y cuando esto pase, no permitamos que ninguno eluda su parte de vergüenza. Por lo que no supieron hacer poco antes de que todo estallara; por lo que no quisieron hacer o dejar de hacer a su tiempo y cuando podrían haberse prevenido algunas cosas, unos cuantos años atrás; por lo que no están sabiendo hacer o ahorrarse, en fin, en estos momentos que son de angustia y sufrimiento para muchos conciudadanos. Entran en el paquete las imprevisiones y las prioridades equivocadas cuando el lobo ya había enseñado los dientes, los recortes que inspiró e incentivó una forma miope de ponderar el valor estratégico de los servicios públicos, las feas e incomprensibles obstrucciones a las tareas de socorro dictadas por irredentismos insolidarios de cortísimo vuelo o el vitriolo de patrioterismos rancios y trasnochados.
Nadie se librará, así que nadie se apresure a apuntarse al bando de los irreprochables. Y preparémonos, todos, para que esta gran vergüenza nos enseñe alguna forma de no volver a cometer los mismos desatinos.
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