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El atentado de Barcelona ha hecho saltar todas las alarmas de la lucha antiterrorista porque representa un patrón de radicalización novedoso. Los integrantes de la célula de Ripoll eran extraordinariamente jóvenes, no estaban fichados por los servicios de inteligencia ni tampoco habían pasado por la ... cárcel. La única excepción es Abdelbaki Es Satty, quien pasó dos años entre rejas por tráfico de drogas, estancia que aprovechó para entablar amistad con alguno de los responsables del 11-M y, tras su liberación, fue investigado por captar a yihadistas para combatir en Irak. Cuesta creer que, con estas credenciales, no estuviera en el radar de nuestros servicios de inteligencia y no hubiera encontrado dificultades para erigirse en imán, posición que le permitió ganarse la confianza de los futuros yihadistas.
Precisamente una de las primeras lecciones a extraer de la masacre de Barcelona es la necesidad de establecer un mecanismo adecuado para seleccionar a los imanes de las mezquitas españolas, algo especialmente urgente dado que hay numerosos informes que indican que una parte significativa de los procesos de radicalización se producen en esos espacios. En el caso de Cataluña, las fuerzas de seguridad consideran que un tercio de las mezquitas están controladas por predicadores salafistas que difunden el wahabismo, la visión rigorista y minoritaria del islam practicada en Arabia Saudí y algunas petromonarquías del golfo Pérsico.
Es Satty es el elemento clave de la trama y en sus frecuentes viajes a Bélgica podría haber recibido las órdenes de atentar contra la Sagrada Familia. Debe tenerse en cuenta que el terrorismo yihadista siempre ha mostrado predilección por atacar a la población civil en grandes urbes occidentales como Nueva York, París, Londres o Madrid, aunque nunca antes había elegido como objetivo un templo cristiano en territorio occidental. El objetivo buscado es doble: amplificar sus acciones gracias a la atención mediática que logran sus atentados y atraer a futuros simpatizantes hacia sus filas con la intención de que se conviertan en ‘terroristas por imitación’. Como recuerda Marc Sageman en su obra ‘La yihad sin líderes’, la principal amenaza tras los atentados del 11-S de 2001 proviene de células independientes y no de organizaciones yihadistas transnacionales: «La amenaza actual ha evolucionado desde el grupo estructurado y dirigido por los cerebros de Al-Qaida o el Estado Islámico, que controlaban una considerable cantidad de recursos y ejercían funciones de mando, a una multitud de grupos informales de carácter local, que tratan de emular a sus predecesores concibiendo y ejecutando operaciones de abajo hacia arriba». En esta fase, el papel de las multinacionales yihadistas es difundir inspiración y directrices a sus franquicias locales a través de las redes sociales.
Para evitar levantar sospechas, la célula de Ripoll estaba integrada esencialmente por amigos o familiares siguiendo un patrón ya conocido por los atentados contra el satírico ‘Charlie Hebdo’ y la sala Bataclan en París. Esta misma recomendación figura en el manual yihadista ‘Llamamiento a la resistencia islámica global’, de Mustafa Setmarian, que apostaba por la atomización de la ‘yihad’ para evitar que las células fueran desarticuladas por las fuerzas de seguridad. No obstante, sorprende la juventud de los yihadistas y que no provengan de entornos delictivos o familias desestructuradas. Este nuevo patrón de comportamiento mostraría que el yihadismo está en permanente mutación y tiene una enorme capacidad de adaptación ante las circunstancias adversas en las que opera.
Entre los restos de la explosión de Alcanar se ha localizado una misiva de reivindicación del atentado en la que los terroristas se presentan como Soldados del Estado Islámico en Al Andalus, lo que constataría que la célula de Ripoll habría jurado lealtad a ese grupo terrorista, que atraviesa horas bajas tras la pérdida de su bastión iraquí en Mosul y la ofensiva lanzada contra la ciudad siria de Raqqa, donde había establecido la capital de su efímero califato yihadista. El hecho de que los terroristas de Barcelona reivindiquen Al Andalus no debería sorprendernos, ya que ha sido una constante desde que Osama Bin Laden se cifrase como objetivo ‘liberar’ Al Andalus y establecer un califato en todos los territorios que en el pasado formaron parte del territorio del islam. Esta misma reivindicación fue planteada por Abu Umar Al Bagdadi, líder del Estado Islámico en Irak, quien señaló que «la yihad en el camino de Dios es una obligación individual de todo musulmán hasta la caída de Al Andalus y la liberación de todas las tierras musulmanas».
Por último, parece necesario incidir, tantas veces como sea necesario, que los grupos yihadistas no solo están en guerra contra Occidente, sino también contra el propio mundo islámico ya que el 95% de sus víctimas son musulmanas. Los yihadistas pretenden imponer por la fuerza de las armas una lectura desviada, sectaria y extremadamente violenta del islam, que es practicado pacíficamente por 1.600 millones de fieles. El hecho de que Irak, Siria, Nigeria, Túnez, Afganistán o Pakistán sufran esta misma lacra debería favorecer la creación de una gran coalición internacional no sólo contra los grupos yihadistas, que no dejan de ser marionetas que son manejadas desde las bambalinas, sino también contra quienes les financian y propagan ese mismo mensaje de odio.
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