A muchos jóvenes el nombre de Bidart probablemente no les dirá nada. Sin embargo, en marzo de 1992 esta apacible localidad vascofrancesa fue escenario de uno de los mayores golpes policiales contra ETA. Su cúpula al completo fue detenida. Tras este revés, la organización terrorista ... se sumió en una aguda crisis y surgieron los debates internos sobre cómo superarla. La respuesta llegaría dos años más tarde, con la adopción de una nueva estrategia. Ahora ETA ya no trataría de forzar una negociación con el Gobierno para que este se plegara a las exigencias de la banda, que era lo que había procurado conseguir desde la Transición, sino que buscaría formar un frente nacionalista bajo la bandera de la autodeterminación.
Para llegar a esta meta, ETA y su entorno creyeron que lo más conveniente era pasar «a la ofensiva». Si el objetivo de toda violencia política es el poder, esa herramienta debe ser eficaz. Si Bidart les había debilitado, ampliarían sus objetivos para que no lo pareciera. En esta huida hacia adelante, pusieron en el punto de mira, entre otros, a los cargos públicos del PP, PSOE, UPN y Unidad Alavesa; es decir, a los representantes políticos aproximadamente de la mitad de los vascos y de los navarros.
Detrás de esta iniciativa latía la idea excluyente de que solo los abertzales eran vascos genuinos, que los demás eran una suerte de colonos opresores y que, por tanto, eran sujetos eliminables. Unos caerían bajo las balas, otros se marcharían por temor a las represalias y los más se convertirían. Golpear duro hasta vencer. Pero en su cálculo de costes y beneficios, los etarras no calibraron bien dos factores. Uno: la asfixiante presión policial a la que fueron sometidos. Y dos: la creciente movilización social contra el terror.
Gregorio Ordóñez era uno de esos vascos recalcitrantes que resistían firmemente ante ETA y sus servicios auxiliares; un demócrata que no se callaba. Parlamentario en Vitoria, teniente-alcalde de San Sebastián y presidente del PP de Gipuzkoa, era una figura prominente del escenario político autonómico. El 23 de enero de 1995, hoy hace 25 años, Valentín Lasarte le vio comiendo en La Cepa, un restaurante de la Parte Vieja donostiarra. Según la sentencia, Lasarte informó a otros dos terroristas, Javier García Gaztelu y Ramón Carasatorre. Le dispararon un solo tiro en la cabeza mientras aún estaba sentado en la mesa.
Este crimen a sangre fría inauguró una etapa que el nacionalismo radical bautizó como 'socialización del sufrimiento'. Las hemerotecas conservan numerosas declaraciones no solo de ETA, sino también de líderes de HB, que contienen esa expresión u otras muy similares, aunque hoy pretendan maquillarlo. Este periodo estuvo caracterizado por una intensa violencia de persecución desplegada en sus formas más crudas contra el constitucionalismo y, en menor grado, también contra el nacionalismo moderado, para que acentuara su perfil soberanista.
Las diferentes ramas de ETA, así como el Batallón Vasco Español y los GAL, ya habían asesinado a varios políticos de diferentes tendencias en la Transición. También las Brigadas Rojas mataron a Aldo Moro, líder de la democracia cristiana italiana, el IRA Provisional hizo lo propio con el unionista Robert Bradford, el INLA con el diputado británico Airey Neave… Hablamos de casos concretos ocurridos fundamentalmente en los años 70 y 80 del siglo XX. Ahora ETA ponía en la diana a cualquier cargo, ya fuera un dirigente o el último concejal de un pequeño pueblo, así como a periodistas o intelectuales disidentes, y los convirtió en objetivos prioritarios. Esta cacería sistemática contra sus oponentes ideológicos no tiene parangón con la táctica de ninguna organización terrorista en la Europa de los años 90 en adelante, y recuerda más bien a ciertas prácticas de la mafia o del narco en México.
Hoy sabemos que la 'socialización del sufrimiento' fue el canto del cisne de ETA. Pero los etarras no lo veían como un desesperado intento de imponerse, sino, a su manera desquiciada, como un acto de legítima defensa ante las agresiones previas del otro. Cada vez menos gente se tragaba esta película de terror, que contrastaba con la terca realidad. Un día la víctima era Gregorio Ordóñez comiendo, otro el socialista Fernando Múgica paseando, o Miguel Ángel Blanco a cámara lenta, o Manuel Indiano mientras despachaba en su tienda… Una treintena de asesinatos responden a este perfil, aparte de los policías, militares, funcionarios de prisiones o jueces que seguían sufriendo atentados.
Visto en retrospectiva, caeríamos en un error si interpretáramos esto simplemente como una muestra de maldad. En realidad, fue un estudiado propósito totalitario de dominarnos, aplicando la fuerza de forma selectiva contra una parte de la población, que rompió la cadena de la violencia al no contestar con los mismos métodos brutales. De tal modo que, como reza el título del reciente libro de Antonio Rivera, 'Nunca hubo dos bandos' enfrentados en una especie de guerra.
Es bueno que reflexionemos y conozcamos más sobre ello para combatir los mitos, las mentiras interesadas y el peso del olvido.
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