La travesía del 'Aquarius' ha servido para acercar al primer plano de la actualidad el drama de miles de inmigrantes que arriesgan su vida en el Mediterráneo en busca del sueño de una vida mejor. La imagen de los barcos repletos de personas en situaciones ... límite, sufriendo las penalidades de viajes enormemente duros, concitan entre nosotros la empatía de amplios sectores ciudadanos que por una vez pueden enorgullecerse de la decisión del Gobierno de su nación que ha decidido acoger a estas personas ante la negativa del ministro de Interior italiano, el ultraderechista Matteo Salvini, a hacer lo propio. Haría mal el nuevo Ejecutivo de Sánchez en recrearse en las imágenes del 'Aquarius' para hinchar su propaganda y no hacer pedagogía ciudadana con el tema de los inmigrantes y refugiados. La voluntad expresada por el ministro Grande Marlaska de eliminar las concertinas de las vallas fronterizas de Ceuta y Melilla es otra satisfacción, pero no podemos olvidar que estos muros que aíslan ambas ciudades autónomas del resto de África nos recuerdan que no solo Donald Trump es partidario de cerrar las fronteras con barreras físicas que reflejan la infamia de quienes las erigen.
El drama de los inmigrantes y refugiados reclama la primera plana de los medios de comunicación de forma recurrente, pero lo peor que puede pasar es que se reduzca a un espectáculo más de entretenimiento cercano al humor negro; si no es así y además apela a los mejores sentimientos que, en ocasiones, las mayorías albergan, el beneficio es doble. Pero hay una conclusión más profunda y duradera que debería recogerse tras las conmociones del momento. La generosidad y la lástima por los niños dejados a su suerte alternan con los miedos y los recelos que esos mismos niños generan algún tiempo después. La constatación de los guetos en nuestras ciudades, el temor al diferente, que viste, reza, habla y hasta come distinto, conforma una visión igual de humana, pero mucho menos humanitaria.
La actitud ante quienes llegan de fuera, en modo alguno en forma de una avalancha que las cifras desmienten categóricamente, pasa por poner el acento en una supuesta repercusión en los de aquí («no pueden entrar todos»; «si abrimos las fronteras será una invasión»…), sino en quienes realmente son los pacientes de una situación insoportable: quienes llegan, huyendo de una realidad tremenda (¿quién se iría de su país arriesgando su vida en busca de una existencia en la que todo son incertezas si no viniera del mismo infierno?) y enfrentados a un entorno desconocido, extraño y a veces hostil.
La humanidad ha experimentado migraciones desde que existe como tal sobre la faz de la Tierra. Los movimientos migratorios provocados por problemas económicos, sociales o políticos (guerras, dictaduras…), expresan las diferencias de riqueza, de bienestar, de posibilidades en unas tierras y en otras. La consecución de un mundo habitable implica conseguir mejores condiciones de vida para todos aquellos, muchos, que no tienen actualmente unos niveles mínimos de subsistencia. Ello exige una actitud que va más allá de la ayuda y la generosidad puntual: exige probablemente estar dispuestos a renunciar a bienes que actualmente consideramos importantes, pero que disparan la desigualdad y comprometen el desarrollo sostenible del planeta.
Mientras tanto, convivir en un mundo habitable para todos implica asimismo acoger a quienes vienen para disfrutar de algunos de esos bienes que aquí se dan por supuestos. Los derechos humanos son una prioridad absoluta: no se hizo la Declaración Universal de los Derechos Humanos para unos territorios determinados, no hay límites geográficos para la defensa del derecho a una vida digna, o a una vida a secas, al tránsito de personas, a la libertad de circulación (¿por qué lo que es maravilloso en la frontera norte de España se convierte en pesadilla en la frontera sur?, ¿por qué está muy bien eliminar las aduanas fronterizas en la Unión Europea y hay que levantar muros con los países que no pertenecen a ella?)… Los supuestos inconvenientes son previsiones de futuro más que discutibles, nunca confirmadas por los hechos; y, en muchos casos, condicionados por prejuicios alentados por líderes políticos que no dudan en utilizar el sufrimiento humano para conseguir votos.
Las migraciones son mucho más que una realidad con la que tendremos que convivir necesariamente; son también un marcador moral de la salud de sociedades y gobiernos. No se puede considerar sana una sociedad en la que provocan más miedo los desheredados que han sobrevivido a la travesía del Mediterráneo que Matteo Salvini y las ideas que defiende.
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