La impotencia es un sentimiento peligroso cuando lleva a la inacción. Fue la conclusión que saqué, tras asistir -junto a millones de ciudadanos- al incendio de la catedral de Notre Dame a través de la televisión. La visión de la joya del gótico tornada en ... pira me llevó a un estado entre la incredulidad y la desesperación. No podía creerlo. El edificio ardía al completo. El desastre parecía absoluto, sobre todo, cuando, a eso de las 19.50 horas, la aguja de madera se vino abajo. El estupor general fue magníficamente resumido en las palabras que Denis Jachiet, obispo auxiliar de París, testigo presencial del incendio, dedicó a los medios: «Mi sensación era de completo hundimiento. Un sentimiento a la vez de impotencia y de desastre. No podía creer lo que estaba viendo. Una gran tristeza por este desastre, que en poco más de una hora ha destruido un edificio que ha atravesado casi nueve siglos».
Cinco meses después del suceso, recién llegado de un viaje por el corazón de la Amazonía, me embarga una sensación similar de desesperanza y de impotencia frente a la pérdida ya consumada. La apuesta pasaba por recorrer y radiografiar el estado de la selva y sus habitantes a lo largo del cauce del río Madre de Dios, desde que este desciende furioso de los Andes peruanos, hasta que, ya en Brasil, tornado su nombre al de río Madeira, derrama sus aguas en el gran Amazonas. El cuadro reportado solo puede calificarse de funesto. En el Alto Madre de Dios, en torno al parque nacional del Manu, las comunidades nativas nos relataron sus peleas para echar a los madereros de sus comunidades. Patrullaban para ello día y noche los límites de su territorio, que también era pasto de los traficantes de cocaína. Para satisfacer las juergas de millones de drogadictos estadounidenses, europeos y brasileños, los narcos llenan la selva de plantaciones de coca y de piscinas donde transforman las hojas en la pasta base, mediante un proceso con productos químicos que luego terminan en los acuíferos del entorno, contaminándolos. Tampoco puede soslayarse la corrupción de las comunidades nativas por culpa del dinero procedente de este comercio ilícito.
En el curso medio, desde la localidad de Boca Colorado hasta la capital provincial de Puerto Maldonado, la hidra adopta una forma diferente, pero igual de terrorífica: la fiebre del oro ha llevado a la degradación ecológica y social de esta región, que es pasto del crimen organizado. Como una plaga bíblica, miles de campamentos mineros han infestado la zona dando lugar a un ciclo demencial, que afecta el lugar a todos los niveles: al extraer la tierra los mineros destruyen las capas fértiles. Hay extensas áreas cubiertas de arenas donde no crece nada, como si el desierto del Sáhara se hubiera mudado a la Amazonia.
El retroceso de la selva no es el único problema. Pues la actividad extractiva pasa por el uso de mercurio para capturar las partículas de oro en una amalgama que después se quema para evaporar el metal líquido y liberar el tesoro. De suerte que el mercurio, altamente tóxico, termina en la atmósfera, y de esta, pasa a los suelos y a las aguas, para terminar en la cadena alimenticia y en los organismos de los seres vivos. La contaminación en este sentido ha alcanzado tal cota y la superficie arbolada ha sido tan devastada que el Gobierno peruano, a menudo pasota y renuente, se ha embarcado esta vez en una batalla a todos los niveles por controlar el desaguisado (y también, para qué nos vamos a engañar, para controlar los dividendos de una actividad económica que ha escapado de su control). Con más de mil soldados y policías sobre el terreno bajo la denominada 'Operación Mercurio', que sigue en curso, el país andino apuesta fuerte por restaurar tanto la salud del bosque amazónico como por recuperar el tino social. Pudimos presenciar operaciones de asalto policial a territorios sin ley, como el de La Pampa -zona minera donde manda el hampa y que está situada a ambos lados de la carretera Interoceánica- para asistir a un sinfín de pruebas del horror, en forma de evidencias de asesinatos, trata de blancas, crimen organizado, corrupción gubernamental, etc.
En Brasil y en Bolivia, los problemas descritos se unían a otros como los derivados de otras actividades extractivas. Lo peor de todo: las 'quemadas', o quemas de bosque protagonizadas por campesinos y ganaderos, que de continuo escapan a su control, afectando a miles de kilómetros cuadrados de bosque espoleados ahora por los bochornos resultantes del Cambio Climático. A nuestra llegada a la villa brasileña de Abuna, los humos de los miles de incendios oscurecieron el sol más de tres días. Apenas se podía respirar. La visión era apocalíptica. Pero lo peor era el negacionismo de los locales. El alcalde Lenio Ibáñez quitaba hierro al asunto: «Sucede todos los años. Es lo normal en verano. La culpa la tienen los naturalistas, que son unos mentirosos».
Ante este panorama, el derrotismo parece inevitable, como cuando en abril el mundo asistió al derrumbe de la aguja del templo de Notre Dame. Y sin embargo, la catedral sigue en pie. Un reducido grupo de veinte bomberos, con grave riesgo para sus vidas, controló el incendio desde el interior, mientras cadenas de gente valiente y comprometida salvaban las reliquias. Y una movilización sin precedentes recabó después 900 millones para su reconstrucción. En la Amazonia, mientras tanto, frente a un nefasto ejemplo ofrecido por líderes como Evo Morales o Jair Bolsonaro, un reducido pero inspirado grupo de activistas, intelectuales, científicos, abogados y políticos mantienen la esperanza y nos invitan a actuar y a confiar en el coraje sin desfallecer. Porque, como repite el fotógrafo y activista ambiental peruano Pavel Martiarena, «es demasiado tarde para ser pesimistas».
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