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Hoy no escribo nada profundo. Que se me acostumbran ustedes. Hoy traigo una mera curiosidad. Hace años fui a la Universidad de Deusto. El siglo pasado, en concreto. Y cada día que atravesaba el puente de Deusto para ir a clase, indefectiblemente, me cruzaba con ... una pareja que iba siempre cogida de la mano. Me imaginaba su historia: un matrimonio bien avenido, comprometidos y buenos profesionales, que habían decidido endulzar la amargura de cada jornada con ese paseo juntos. Así, casi cada día me los topé durante todo mi periplo universitario, en una coincidencia tan habitual que casi invitaba al saludo. Un saludo que nunca se dio a pesar de las miradas cruzadas.
Años después acudía yo cada día al despacho, ya como abogado. Entonces era yo quien llevaba a otra persona -mi mejor mitad- de la mano. Y volví a empezar a cruzarme a esa pareja, más talluda, más madura, más sabia. Aún de la mano. Y así volvimos a esa rutina diaria de un cruce sin saludo, en el que busqué un espejo, quizá, para mi yo del futuro. «Que siempre la coja así de la mano. Que nunca la suelte. Que nunca… nunca me suelte».
Ayer pasé con el coche por el puente de Deusto. Veinte años después, mi mujer y yo volvimos a verlos. Con vetas de plata en los cabellos, con más surcos en la mirada, pero con el mismo porte elegante ambos. Y de la mano.
Y algo se nos enterneció por dentro.
Esas dos personas son como esos 'ajenos de toda la vida' con quienes compartes momentos puntuales de tu camino. Y con quienes quizá nos volvamos a topar algún día 'al otro lado del puente'. Allí quizá por fin decidamos saludarnos. Y soltemos las manos de nuestras parejas para estrechar las propias.
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