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América Latina ha subsistido a lo largo de su corta historia en una oscilación endémica y persistente entre dictaduras, claras o sutiles y maliciosas, y periodos democráticos aplastados, antes o después, por presiones externas de carácter esencialmente elitista y de control geopolítico y poder económico. ... Golpes de Estado, manifestaciones ciudadanas aplacadas con los atroces y despiadados métodos de contrainsurgencia aprendidos en la siniestra Escuela de las Américas y en otros centros de entrenamiento de esta índole extendidos por todo el continente, y explosiones de violencia cada vez más intensas definen su paisaje político. El encarcelamiento y posterior liberación, de Lula, las tensiones sociales en Ecuador y Chile, las elecciones uruguayas, las políticas del FMI, la cada vez más acelerada implantación de las iglesias evangélicas, el retorno al militarismo; la violencia; el racismo y, en última instancia, el peculiar golpe de Estado en Bolivia reflejan una situación que amenaza con devorarla.
Y recordemos que ningún golpe de estas características puede llevarse a cabo en América Latina sin la autorización, aquiescencia, planificación o connivencia de un país, EE UU, que se ha arrogado la capacidad de legitimar o desligitimar la estabilidad y pervivencia de los sistemas institucionales en el continente americano. Hace medio siglo se justificaban con la Guerra Fría (doctrina de seguridad nacional difundida por la Escuela de las Américas) y después, en el entorno de la lucha contra el fundamentalismo islámico, se sistematizó otra doctrina de seguridad, la del Consenso de Washington.
El flujo de golpes del siglo en que nos encontramos tiene la marca del 'poder blando', sistematizado por el geopolitólogo Josep Nye y desarrollado por Gene Sharp, filósofo y politólogo estadounidense. Este método consiste en que en lugar de la coacción y la represión se aboga por aplicar tácticas de actuación publicitaria, simbólica y cultural utilizando armas políticas, económicas, sociales y psicológicas en cinco etapas. La primera se centraría en realizar acciones para generar y fomentar un clima de malestar (denuncias por corrupción e intrigas), a las que se sumarían campañas en defensa de los derechos humanos y la libertad de prensa, junto con acusaciones de totalitarismo al Gobierno de turno. A ellas habría que añadir la lucha activa por reivindicaciones políticas y sociales y la promoción de protestas violentas, amenazando las instituciones, operaciones de guerra psicológica y desestabilización creando un clima de ingobernabilidad y, finalmente, consecución de la renuncia del presidente con presión en la calle y revueltas callejeras para controlar las instituciones. Mientras tanto se prepara el terreno para una intervención militar, se desarrolla un conflicto civil prolongado y se logra el aislamiento internacional del país.
En el reciente golpe contra Evo Morales se han seguido escrupulosamente todas estas fases y los antecedentes del mismo se enmarcan en las declaraciones grandilocuentes de Roger Noriega, exdirector de USAID y subsecretario de Estado para Asuntos del Hemisferio Occidental, que abogaba por su derrocación una semana antes de la conculcación institucional y en los correos publicados por WikiLeaks, que muestran el trabajo sistemático en este sentido realizado desde hace una década. Todo esto desmonta que el golpe se haya producido como respuesta a una crisis institucional.
La historia está llena de ejemplos de pequeñas ambiciones que, en no pocas ocasiones, generan grandes desastres, y esto es lo que ha ocurrido en la Bolivia de un Evo Morales que cometió el error de ser candidato presidencial, pese a perder un plebiscito que le negó tal posibilidad y que para colmo él mismo convocó (21 de febrero de 2016). El argumento para justificar la trama conspirativa comenzó antes de las elecciones y los resultados oficiales de la votación de casi 7 millones de personas que dieron el triunfo presidencial al Movimiento Al Socialismo de Morales, con el 47,5% de sufragios, frente al 36,9% de la Comunidad Ciudadana de Carlos Mesa, en primera vuelta, no la evitaron.
Al margen de simpatías o antipatías con el derrocado Gobierno boliviano, lo que es una realidad es que la oposición venía preparada para denunciar fraude en cualquier escenario, despreciando y negando los logros de un Ejecutivo que consiguió que el PIB subiera un 5% anual (el mayor crecimiento de Latinoamérica y mucho más alto que el de la mayoría de los países desarrollados), que consiguió una bajísima inflación y desempleo, y que distribuyó la riqueza sin distinción de etnia o clase social. Bolivia pasó de ser la nación más pobre de América a la de más crecimiento y a la que sus recursos de agua y litio daban un colchón para seguir creciendo y mejorando la situación de sus ciudadanos. No deja de ser curioso que esta intriga cortesana suceda en un momento crucial para el próximo cometido de Bolivia en la economía internacional, basado en el litio y en su protagonismo en los motores eléctricos. Bolivia posee la mayor reserva mundial de este metal blando en los salares de Uyuni y Coipasa. Otro de los recursos que en unos años serán determinantes en la correlación de fuerzas geoeconómicas mundiales son las reservas de agua dulce y Bolivia cuenta con una de las más grandes del mundo en el Tipnis (Territorio indígena y parque nacional Isiboro-Sécure), Trópico de Cochabamba, los humedales amazónicos y el pantanal en la frontera con Brasil y Paraguay.
El derrocamiento de Evo Morales en Bolivia confirma que no importan los logros y mejoras conseguidos, sus innegables avances y sus claras contradicciones, puesto que, finalmente, agentes externos a los propios países deciden su futuro, reinventando el protagonismo de las falanges militares en América Latina.
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