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Me van a perdonar el palabro en el título, pero es como me lo enseñaron a mí en la Facultad de Periodismo -don Justino Sinova, que en paz descanse, qué duro que era el tipo-, y algunas cosas imprimen carácter. Lo podría haber llamado 'Aquí ... vais a hablar de lo que a mí me dé la real gana', pero me pareció poco elegante. Desde siempre hemos imaginado manos negras que acarician gatos en despachos acristalados decidiendo de qué tiene que hablar la gente, y cuando digo la gente me refiero a mí, digo las personas en la sobremesa del bar de menú del día, los incómodos paseos en ascensor, las más incómodas aún esperas mirando a una pared mientras tu cuerpo de varón y el de tu compañero de trabajo terminan de miccionar. Conversaciones pautadas, heredadas, ajenas y sin embargo hechas nuestras que parecen casi obligatorias si quieres demostrar que estás al día, que sabes de lo que hay que hablar, de lo que se debe hablar si no quieres parecer un extraterrestre en el planeta en el que todo el mundo habla de lo mismo.
No se me olvida esa escena de 'Amanece que no es poco' donde el necesario Cuerda hacía que Luis Ciges y su hijo Resines llegaran a una casa de noche y llamaban para pedir alojamiento usando la siguiente frase: «Que quería yo hablarle de Dostoyevski», a lo que la dueña de la casa respondía: «Ah pues muy bien, encantada, ahora mismo bajo». Y, claro, eso es cómico porque nadie le entra a nadie con ese tema, hablas de lo que se hable ese día, ya sea Cataluña, la nueva serie que hay que haber visto para que la sociedad te integre, la jugada polémica del partido del siglo más reciente, el pin parental o el personaje del último 'reality' que haya arañado unos minutos de fama a golpe de bocaza.
Es fascinante como, en los pocos años que llevamos en red social cibernética, esa lista de 'trending topics' ha pasado de ser la lista de los temas de los que la gente habla a ser la lista de los temas de los que está bien hablar. Porque las conversaciones, como la moda en el vestir, se han convertido en tendencias, despreciando todas aquellas prendas que, aún gustándonos, no nos ponemos por aquello de que nos integren, nos aprueben y, si somos hábiles combinando, nos admiren. Hablamos de lo que tenemos que hablar, de lo que conviene que hablemos, reaccionamos como un perro perdiguero frente a una ardilla ante el nuevo fogonazo que nos plantan ante la vista y despreciando conversaciones que, probablemente serían más cómodas, confortables y de nuestra talla. Y seguramente así va ser toda la vida, desengáñese, es comedia, la sociedad no le va a alojar si usted sigue empeñado en venir a hablarles de Dostoyevski.
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