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Adolescentes

¿Quién les dice a los independentistas que mañana Girona, o un pueblo cualquiera, pida también la independencia de Cataluña?

Jueves, 10 de agosto 2017, 00:39

La adolescencia es un periodo natural en el desarrollo humano; dura, cargada de revoluciones hormonales y necesidad permanente de asesinar a los padres. Es básica para alcanzar la madurez. Suele ser durísima para quienes la 'padecen' y también para quienes los rodean. Hasta ahí, normal; el problema radica en que ese periodo normal del desarrollo se extienda más allá de los años previstos, porque entonces se convierte en un trastorno al cual los psiquiatras han puesto incluso etiqueta: 'puer aeternos', o traducido libremente, 'eterno adolescente'.

Tras soportar estoicamente durante meses la rebelión de los nacionalistas, mejor independentistas, catalanes, servidora tiene la impresión de que estos políticos padecen tal síntoma. Cualquier 'revuelta' inmadura, que vaya contra la lógica de la madurez, se torna adolescente. Y esto, sea el radicalismo centralista o periférico. Los nacionalismos, nacidos en plena revolución romántica, tuvieron un cierto sentido cuando la opresión de los imperios mantenía bajo su bota a lugares como Grecia -donde murió uno de los poetas más conocidos de ese movimiento romántico: Lord Byron-, pero carecen de justificación, al menos de madurez, en un momento de normalización democrática -no perfecta, conste-, y sobre todo, en un momento en el cual la población vive sufriendo gravísimos problemas e incluso atentados contra su integridad: la pobreza, las diferencias clasistas, la corrupción, la precariedad, laboral y personal, el sistema educativo hecho trizas al igual que el sanitario… Se me ocurre, que a los políticos los elegimos para que resuelvan nuestros más graves problemas, no para que diriman sus miserias con sus cargos. Además, en un mundo globalizado como el nuestro, donde los problemas han de resolverse en foros cada vez más abiertos y amplios, tratar de regresar al pequeño feudo conocido, solo demuestra inmadurez.

Del mismo modo, todo nacionalismo parte de una especie de leyenda, casi un cuento, según la cual «ellos vivían en un paraíso que fue invadido y robado por otros»; vamos, algo así como creer en los paraísos, tanto terrenales como celestiales. ¡Y luego nos escandalizan esos fundamentalistas que basan su lucha en alcanzar su propio paraíso a través de la misma! Además, ¿quién les dice a los políticos independentistas que mañana Girona, o un pueblecito cualquiera, reclame también la independencia de Cataluña? ¿O el barrio del Raval de Barcelona? El esperpento se puede llevar hasta el extremo.

Qué conste que a mí ni me va ni me viene el asunto de su independencia; por mí, que exijan pasaporte para entrar en su territorio, como antes para entrar en Mongolia; aunque, según los sondeos, cada día lo tienen más complicado de lograr. Lo que me aterra es el triste hecho de convertir este asunto en algo similar a una cortina de humo que olvide los problemas, reales y graves, de la población.

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