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Tenía doce años cuando caí en la casa de Madame Reinhardt, una francesa que vivía cerca de París, y que me alojó transitoriamente, hasta que la familia con la que me correspondía pasar el verano viniera a buscarme. La curiosidad de mi niñez tapaba mi ... ansiedad, y mi francés de colegio de monjas no daba para mucho, pero Adele tenía un huerto, un pedacito de tierra que nos salvó de la incomunicación. Fue allí donde vi por primera vez los números tatuados en su antebrazo. Temerosa de haberme saltado algún trámite que el colegio, o mis padres desconocían, le pregunté si yo tenía que llevar aquel sello numérico, que pensé pertenecía a algún protocolo francés que me había saltado. Ella sonrió, me acaricio la mejilla mientras se le humedecían los ojos, negó con la cabeza y siguió sacando patatas. El día antes de mi marcha hizo un pastel de manzana, y nos sentamos ociosas a charlar. Seguía sin dominar la lengua, pero Adele había sido una extraordinaria profesora, así que la conversación era casi posible. Puso frente a mis ojos el número tatuado y me contó su 'Érase una vez' en Auschwitz, versión dulcificada para una adolescente española que vivía en tiempos de dictadura… Si cierro los ojos, ya no veo su rostro. El tiempo lo ha borrado. Lo que veo son aquellos cinco números apretados, mal dibujados, y su voz contándome la historia más increíble que he escuchado en mi vida. Llevo toda la semana moqueando, no por la gripe, sino por el aniversario del famoso campo de concentración. Moqueo por el olvido y también por la memoria. Anatoly Shapiro fue el primer oficial del ejército soviético que entró en Auschwitz-Birkenau tras la derrota alemana, el 27 de enero de 1945. Tenía 32 años. Poco antes de morir, en una entrevista para el 'New York Daily News', declaró que no había conseguido olvidar lo que vio. Apenas quedan supervivientes, pero la historia de Europa tiene una mancha indeleble que Adele no quería que nadie olvidara. En su relato, que enriqueció cuando lo escuché otros veranos en los que ya podíamos comunicarnos, sentí que su mayor herida no era únicamente por los hechos históricos que tuvo la desgracia de vivir, sino por la pasividad y el silencio de sus amigos, ciudadanos, políticos, cuando empezaron a llevarse a los judíos y miraron para otro lado. Europa sabía lo que se cocinaba en los hornos. Yo recuerdo los números en el antebrazo de Adele como si fuera el código de una caja de seguridad en la que he guardado el necesario escepticismo que me despierta el ser humano, a quien el poder siempre acaba por nublarle la vista de la validez de sus semejantes. Los alemanes, tan buscadores de la exactitud en su comportamiento, tatuaban números, pero en Ruanda, Bosnia, Camboya, Ucrania, Armenia, China, Filipinas, Kurdistán… se repiten los genocidios y me temo que el silencio.
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