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LA CIMA DE LOS IDIOTAS

LA CIMA DE LOS IDIOTAS

JON URIARTE

Domingo, 26 de mayo 2019, 17:09

Les imagino con un tipo caminando de espaldas con un cartel levantado para indicarles que le sigan, mientras les cuenta que la vista del amanecer desde la parte sur es preciosa. Pero que si pagan un poco más pueden verlo también desde el Kala Patthar mientras se toman un cóctel de leche de yak. Cuando tecleo estas líneas son ya siete los muertos. Poco me parece viendo la larga fila. Las imágenes del Everest atestado de turistas jugando a ser alpinistas ha dado la vuelta a ese mundo que siempre vio desde arriba esta vieja montaña. Lejos quedan los días en que era solitaria y poderosa. Ahora se le suben a la chepa como si fuera un poni de feria. Y así 'La frente del cielo' como le llaman en Nepal o 'La madre del Universo' que le dicen en el Tibet, se ha convertido en una cadeneta de boda a las tantas de la madrugada. Lo que viene siendo un despropósito. Algo que duele, y mucho, a quienes aman las cumbres. Como Juanjo San Sebastián.

«La sociedad aprecia las cosas sin mirar cómo se consiguen«-. La respuesta de Juanjo es toda una sentencia. Y quizá el resto de la conversación sobraba. No por falta de interés. Sino porque esa máxima es letal. Lo resume todo. No salimos de casa, vamos a un sitio. No viajamos, tenemos un destino. Y cuanto menos tiempo empleemos en el viaje mejor. Total. De manera que el camino no importa. Ni el esfuerzo. Si se puede trampear, se trampea. Que no les extrañe que en unos años pongan un telesilla para subir al Everest. Y ya puestos, con zona VIP para los que vayan bien de posibles. Tampoco estamos tan lejos de ese dislate. A fecha de hoy subir a la cima del mundo como quien visita un museo cuesta entre 30.000 y 100.000 euros. Incluye asesoramiento, ropa, desplazamientos, hotel y oxígeno. Porque allí se sube con garantías para que el turista no la palme. «Eso nada tiene que ver con ser alpinista ni escalar montañas« deja claro Juanjo con un tono de voz que confirma su tristeza y su clarividencia. La primera por ver lo que hacemos con el planeta. La segunda porque ya en el 87, año en que fue al Everest, compendió que iba camino de convertirse en lo que es hoy. Una atracción de feria. «Ni siquiera subí. He hecho cima en otras montañas, pero allí sentí lástima por lo que vi». Al escucharle comprendemos que lo del frío curriculum también prevalece en la alta montaña.

«Siempre digo que he disfrutado mucho más en montañas que no he coronado que en otras a las que llegué arriba». Insiste el montañero que desde niño soñaba con subir los montes que veía desde su ventana de la calle Fika de Bilbao. Porque la montaña como la mar no son un lugar sino un universo. Ese que exige ser entendido para ser recorrido. De lo contrario, acabas tratándolos como si fueran piscinas de bolas. Sitios sin alma, cuyo único destino es el de pasar un buen rato. Tampoco le extraña a Juanjo que en la era del selfie y el da igual dónde estoy lo importante es que se vea que estoy, haya gente dispuesta a subir a un lugar prescindiendo de toda mística y respeto a un lugar que representa tanto. Máxime cuando en el campo de concentración y exterminio de Auschwitz hay quien va como si fuera Disneyland París. De hecho han tenido que prohibir las fotos frívolas sobre los raíles, bajo el cartel, en los barracones o en la mismísima puerta de la cámara de gas. Si hay imbéciles de tal calibre cómo no va a existir un grupo de personas dispuestas a hacer la conga para subir al Everest.

Estamos en 2019. No sé lo que vivirán ustedes y lo que aguantaré yo. Espero que mucho. Así que les propongo algo. Dentro de, pongamos, diez años recuerden estas líneas. Y acto seguido echen un vistazo al panorama. Estoy convencido que no habrá rincón en el planeta sin un lerdo o una lerda sacándose una foto y sin restos de basura y mierda del que estuvo cinco minutos antes. No pongan esa cara. El tipo que ha bajado a la mayor profundidad alcanzada de los océanos, en la fosa de las Marianas, encontró una bolsa de plástico y envoltorios de golosinas y caramelos. Tan lejos para ver lo mismo que en un callejón de tu barrio. Porque da igual que tiremos hacia arriba o hacia abajo. El ser humano deja siempre su huella. Y nunca es agradable.

La única cima que nunca llegaremos a alcanzar del todo es la de la estupidez. Por mucho que subamos, la cota estará cada vez más alta. Porque el listón no tiene límite. Que no les engañen. No tenemos remedio. De hecho, lo del Everest es toda una metáfora. Ya se ha consumado lo que más temíamos. La conjura de los necios ha triunfado. Han subido al punto más alto para recordarnos quién manda y quién es, en definitiva, el amo del planeta. Ni Sagarmāthā, ni Chomolungma, ni Zhūmùlngm Fēng. El Everest, de ahora en adelante, se llamará 'La cima de los idiotas'.

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