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El primer y seguramente más sabio consejo para ir al monte es no ir solo. Todo recién llegado al mundo de la montaña lo sabe. Cualquier problema que pueda surgir -una torcedura, un mareo, desorientación… - tiene una solución relativamente fácil en compañía. Pero cuando se mira a un lado y no hay nadie, es uno mismo el que tiene que afrontar la situación. Es ahí cuando te das cuenta del peso en quilates de ese consejo. Claro que subir a la montaña no es tarea fácil: requiere un esfuerzo al que no todo el mundo está dispuesto, los horarios de trabajo dificultan cualquier plan por sencillo que sea… Llega entonces el momento de contraponer la necesidad de montaña con una necesidad superior como es la seguridad. Y en ocasiones gana la primera. Este es el relato de lo que sucede cuando ocurre esto y un montañero novato se aventura en solitario en los Pirineos.
Corría el mes de octubre, ya más cerca de noviembre que de septiembre, cuando decidí que debía escaparme por aquellos parajes. No era la primera vez que visitaba una cordillera que enamora. Literalmente. Cuantas más veces se va, más veces se quiere volver. Había subido Monte Perdido, Posets, Aneto y el Taillón, pero siempre en verano y acompañado. Sí, pese a ello, novato. El tiempo de los tres días de escapada no era bueno. Dos de mucha lluvia y uno, el segundo, que parecía abrir una pequeña ventana a la esperanza. El destino elegido era sencillo a sabiendas: el balcón de Pineta y el lago de Marmoré. El valle de Pineta es uno de los cuatro que componen el parque de Ordesa y Monte Perdido. A la sombra de sus hermanos mayores como los de Ordesa o el Añisclo, el de Pineta es un lugar tan precioso como estos pero mucho menos frecuentado. Se llega a él a través de la localidad de Bielsa, uno de esos enclaves encantadores que abundan en los Pirineos. Basta con seguir la carretera que circula a la derecha del pueblo para unos 500 metros más adelante girar a la izquierda y seguir las indicaciones hacia el valle de Pineta. Son 16 kilómetros para disfrutar del paisaje. Hay que continuar hasta el aparcamiento que se sitúa al final de la carretera, unos metros antes del Parador Nacional de Monte Perdido allí emplazado. Hora de dejar el coche.
Hacía frío, lo normal en estas fechas a las 8.30 de la mañana y a 1.300 metros de altitud. Eso no era un problema. Al menos, todavía. Sí lo era la niebla, que podía echar a perder las vistas desde el balcón de Pineta. La ruta, como decía, no presentaba mayor dificultad que la que conlleva superar 1.200 metros de desnivel positivo. «Arriba hay nieve, pero ni siquiera se necesitan crampones», me dijo el recepcionista del hotel en el que me había alojado. Aun así, los llevaba en la mochila, que nunca están de más. También había avisado a mi hermano y a un buen amigo, de esos de los que no abundan, del plan que tenía. Por si acaso. Para mayor seguridad, llevaba el track tanto en el teléfono como en el reloj, medidas necesarias para alguien capaz de perderse en un ascensor.
Los primeros metros no tienen pérdida. Transcurren por un espeso y bonito bosque que en otoño se muestra en todo su esplendor. Todo va bien hasta que el track señala que no, que por aquí no es. Aquí es junto al río Cinca, que baja desde las alturas dejando una cascada a la que es imposible resistirse. En algún momento me he desviado de la pista y toca atravesar el bosque, hacer camino por donde no lo hay. Tras media hora doy de nuevo con el sendero. Más claro no podía estar, pero aun así me perdí.
Junto a un abrevadero está la señal que indica el balcón de Pineta. La pared del circo está ahí delante. El camino serpentea a medida que la pendiente se hace más y más pronunciada. La ropa comienza a sobrar: guantes, chaqueta, braga… Ya llegará, vaya que sí, el momento de volver a ponérselos. La subida es dura, pero mirar hacia atrás, hacia el valle, con las nubes dejando contemplarlo en su esplendor, lo compensa todo. Más todavía al pensar en que esas vistas serán todavía mejores desde arriba.
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La nieve comienza a aparecer en el camino. Al principio escasa y dura, como escarcha. Estaba avisado. De lo que no estaba avisado es de lo rápido que puede entrar la niebla. Adiós a las vistas. Los últimos metros antes de superar el circo de Pineta transcurren ya en otra estación. El invierno había llegado en pleno octubre. Pese a ello, decido seguir. Sé que el lago Marmoré está solo a una media hora y con el track y siguiendo los hitos no tiene pérdida. Hasta que a los 20 minutos la niebla se cierra todavía más. Está ahí, muy cerca, pero es imposible vislumbrarlo. Por si no fuera suficiente, el frío, ahora sí, es intenso incluso con toda la ropa de abrigo puesta. Casi no siento las manos y en cuanto dejó de moverme, me quedo aterido. Las dudas se transforman en inquietud y esta, rápidamente, en miedo. Es lo que sucede cuando se pierde el control de la situación. Duele, pero la decisión está tomada. Hay que darse la vuelta. Basta con seguir mis propias huellas y problema resuelto.
Cuando ya había vuelto sobre mis pasos, aparece de repente otro montañero. La única persona que había visto desde hacía horas. «Me doy la vuelta, que no se ve nada de nada», le comento. «Vamos juntos, que entre los dos llegamos», me dice para convencerme Serafín, que resultó ser un escalador, alpinista, maratoniano y buen conversador cántabro con una aventura vital realmente apasionante. «Levanta las manos a la altura del pecho y muévelas», me aconseja cuando le comento que casi no las siento. Funciona. Buen consejo. Juntos nos encaminamos de nuevo hacia ese lago que se oculta entre la niebla. Y aunque esquivo estaba allí. Precioso. Una maravilla. Y lección aprendida: a la montaña, mejor acompañado.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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