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Si el alpinismo vasco pudo colocar su ikurriña en la cima del Everest en 1980 fue debido, en parte, a toda la experiencia extraída en 1974. Y uno de los hilos conductores entre una y otra fue el alavés, nacido en Biarritz, Ángel Rosen, ... uno de los cinco alpinistas presentes en ambas citas. «Quizás en 1974 nos faltó un poco de experiencia para alcanzar la cima. Hay que tener en cuenta que nos movíamos siguiendo las indicaciones del célebre libro de John Hunt en el que narra la conquista del Everest, en 1953. Colocábamos los campos donde los colocaron ellos, y era una expedición sumamente pesada. No hubo cima, pero extrajimos conclusiones muy valiosas que aplicaríamos seis años después. En cualquier caso, en mis recuerdos, guardo el mismo cariño respecto a ambas experiencias», analiza.
Rosen alcanzó idéntica altitud en ambos citas: 8.550 metros, primero junto a Felipe Uriarte, años después junto a tres sherpas, Garaioa y Gallardo. En ambos casos, «las condiciones de la nieve eran buenas para progresar, no hacía falta pelear para hacer huella, pero fue el viento insoportable el que nos obligó a renunciar», recuerda. Rosen nunca ha tenido que regresar sobre sus decisiones, sopesar de nuevo su situación para decidir si hicieron o no lo correcto: «Dar media vuelta y bajar, era lo que había que hacer. No cabían más opciones. La elección, aunque dolorosa, era nuestra única oportunidad de regresar… y con suerte», observa cuatro décadas después. En 1980, de vuelta al collado sur, donde habían pasado una noche espantosa debido a la tormenta, su periplo pudo acabar en drama: la nieve cedió bajo sus pies y cayó en una grieta, 20 metros hasta aterrizar en un puente de nieve blanda que evitó cualquier tipo de lesión. Al ir encordados, todos colaboraron para extraerle del agujero.
Mirando con la perspectiva de los años, Rosen no considera que su vida hubiese sido diferente de haber alcanzado la cima del Everest las dos veces que estuvo tan cerca de lograrlo: «Yo no deseaba vivir de la montaña, ser profesional. Trabajaba como comercial en Cegasa y lo tuve muy fácil para acudir a ambas expediciones. El dueño de la empresa era un enamorado de la montaña y apoyó económicamente las dos citas más por una cuestión sentimental que por el deseo de sacar rédito económico o publicitario».
su hijo juan vallejo subió al everest en 2001
En 1978, Reinhold Messner y Peter Habeler habían logrado algo similar a pisar la luna: contra el parecer médico y científico, la pareja escaló el Everest sin emplear oxígeno embotellado. Pese a la novedad, Rosen no se planteó la posibilidad de imitarles: «Messner y Habeler estaban a años luz de nosotros, eran inalcanzables. A mí no se me pasó por la cabeza no emplear oxígeno artificial porque, aunque era partidario de prescindir de él, no me sentía con fuerzas suficientes. Así que dormíamos sin usarlo pero caminábamos con su ayuda. No obstante, en 1980, Felipe Uriarte, Kike de Pablos o Martín Zabaleta dejaron caer la posibilidad de prescindir de las bombonas, pero cuando nos retiramos de nuestro intento, dejamos oxígeno en el punto más alto alcanzado, para que lo usase Martín. Finalmente, nos sobró y las 12 botellas que teníamos en el campo 2 se las vendimos a Andrezj Zawada, el mítico líder de las grandes expediciones polacas», recuerda Rosen. En 1980, sólo tres expediciones se juntaron en el campo base de la vertiente nepalí del Everest: la vasca, una catalana con permiso para el Lhotse y una polaca que había encadenado otoño, invierno y primavera en la montaña. «Los polacos eran fantásticos, una gente estupenda y de una fortaleza inimaginable. Cuando veíamos las mochilas que acarreaban, no lo podíamos creer. Había entre ellos apellidos que luego se harían famosos, como Zawada, Kukuczka o Wielicki… también eran los mejores celebrando cumpleaños y emborrachándose: les dábamos coñac y ellos caviar», ríe Rosen.
En la primavera de 2001, Juan Vallejo, hijo de Ángel, se plantó en el techo del planeta sin la ayuda de oxígeno embotellado. «Sentí una alegría inmensa… pero también algo de envidia sana, aunque no sé yo si existe algo parecido a la envidia sana», ríe. Lo cierto es que Rosen sacude la cabeza cuando piensa en las montañas del Himalaya que su hijo ha escalado, entre orgulloso y alucinado por todo lo que ha logrado. «Juan suele decirme que le encanta la forma de hacer montaña que teníamos, pero cada época tiene lo suyo, y no se puede comparar lo que yo viví con lo que ha vivido mi hijo. Por ejemplo, nuestras botas eran horrorosas, pesadísimas, pero era lo que había y tengo que decir que en ambas expediciones llevamos el mejor material que existía entonces. Para la expedición de 1974, le encargamos al célebre alpinista francés Yannick Seigneur que comprase todo en su país. Las máscaras de oxígeno y las bombonas fueron adquiridas en California», recuerda, señalando el mimo y la profesionalidad con la que se afrontó el reto.
La comercialización exagerada del Everest ha desdibujado su misticismo, algo que entristece a Rosen: «Me siento mal. La masificación señala, no obstante, claramente la diferencia entre alpinistas y turistas. Si las dos rutas normales de la montaña están saturadas de turistas, los alpinistas de verdad pueden escoger cualquiera de las numerosas otras vías abiertas en la montaña, y al hacerlo estarán solos y podrán vivir una aventura. Cuando mi hijo Juan estuvo en el corredor Horbein, en dos ocasiones, él y sus compañeros estuvieron solos» , señala con criterio.
Con el devenir de los años, Rosen se remite al valor de la experiencia, el poso auténtico que deja una aventura de estas características. Con cima o sin ella, nadie podrá robarle el lujo de disponer casi en exclusiva de la montaña más elevada del planeta para él y sus amigos. «Vivimos momentos únicos, irrepetibles. Cuando abrimos al fin la cascada del Khumbu con escaleras que llevamos desde Vitoria, tras una semana de trabajo, tiramos cohetes en el campo base. Caminar hacia la pared del Lhotse con toda la montaña para ti, saborear aproximaciones que duraban un mes y que nos permitían aclimatar perfectamente, disfrutar de un reto con amigos… todo esto nunca se borra», señala Rosen.
Estos recuerdos se mezclan con las horas de angustia que siguieron a la cima de Martín Zabaleta y Pasang Temba, su vivac a 8.700 metros, la noche en vela en el campo base «hablando sin parar por la radio para que no se durmiesen y falleciesen congelados. Martín y Pasang pasaron la noche al raso junto al cadáver de un alpinista alemán, Ray Guenett. De hecho, en las inmediaciones del collado sur, Martín encontró su piolet, lo que le ayudó a guiarse. Fue muy duro», observa Rosen.
El regreso a casa fue «desbordante. Todo Euskadi estaba pendiente y dimos esa alegría pero no me lo esperaba, la verdad. La prensa hizo un seguimiento exhaustivo, y esto ayudó mucho, pero jamás hubiera pensado que iba a tener una repercusión tan grande», se sincera Rosen, autor de una gesta que muchos han olvidado: en 1963, firmó, junto a José María Régil y Julio Villar, la primera repetición de la vía abierta un año antes por Alberto Rabadó y Ernesto Navarro en la, por entonces virgen, cara oeste del Urriellu. Después de jubilarse, Rosen estudió Humanidades en la universidad «acudiendo a clase a diario».
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