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-«Si yo me doy la vuelta ahora, ¿tú qué harás». Pregunta Louis Lachenal. -«Seguiré solo». Responde Maurice Herzog.
Es un día como hoy, hace 70 años. Ambos circulan camino de la cima del Annapurna, de 8.051 metros. El primero duda, el otro ... se ha prohibido dudar. Todo el dramatismo del alpinismo puede resumirse en una pregunta sencilla de plantear, dolorosa de responder: ¿Voy o no voy?
Vivir o morir, el éxito o el fracaso apostado a una respuesta que lo cambia todo. El alpinismo se ha construido apostando a ganador, contra la lógica, contra la vida. Pero dar media vuelta, agachar la cabeza y sentirse bien con la renuncia es un gesto de gran alpinista. Así que, como en casi todas las facetas de la vida, el arte está en saber alcanzar un justo equilibrio: pocas cosas existen más complicados, sobre todo cuando se trata de conciliar el deseo y el miedo.
Cuando se trata de asumir las consecuencias de lo escogido. El genial alpinista Woytek Kurtyka dibujó en los años 80 del pasado siglo buena parte de las mejores ascensiones en estilo alpino en el Himalaya. Su obra definitiva, irrepetida e irrepetible fue la ascensión que compartió con Robert Schauer en la cara oeste del Gasherbrum IV. Ambos fueron más allá de la vida para regresar a la vida. Paradójicamente, pocos alpinistas más calculadores, prudentes, reflexivos y capaces de renunciar han existido. Las renuncias de Kurtyka superan con creces sus éxitos, pero nunca sufrió accidente alguno, ni él ni los que le acompañaron.
Cabe preguntarse si en estos tiempo de individualismo feroz sigue vigente el sentimiento de cordada que se estilaba en 1950: la cuerda que unía a dos personas constituía un vínculo sagrado, sanguíneo, inviolable. Uno no abandonaba a su compañero, por mucho que no compartiese su criterio. Era peor la vergüenza de cierta forma de traición que las consecuencias de perseverar hacia el objetivo, tal y como sucedió entre Lachenal y Herzog.
Louis Lachenal, una de los grandes nombres propios de la historia del alpinismo francés era guía de alta montaña y profesor en la Escuela Nacional de Esquí y Alpinismo: adoraba su profesión, su vida era escalar. Entonces, formaba cordada habitualmente con Lionel Terray, también miembro de la expedición. Juntos, parecían indestructibles, pero el azar los había separado y ahora viajaba con a Herzog, patrón de la expedición, distinguido como jefe de un grupo de partisanos en la segunda guerra mundial, buen alpinista pero 'amateur': en esa época, se trazaba una línea que separaba a la élite o profesionales (los guías) del resto.
Pero Lachenal también era de ese tipo de alpinistas pragmático: consideraba que no merecía la pena perder ni una uña por una cima, ni por el honor de un país. Herzog se mostró como uno de los alpinistas más en forma y activos de la expedición: no solo mandaba, también actuaba con una fe movida por profundas convicciones patrióticas: se le había encomendado la misión de devolver el orgullo y la esperanza a los jóvenes franceses. Camino de la cima del Annapurna, camino de hacer historia como los primeros seres humanos en plantarse en la cima de uno de los 14 'ochomiles', Lachenal viajaba acompañado por negros presagios, por una realidad que no conseguiría evitar. Iba a perder sus pies. Fuese lo que fuese aquello que sujetaba sus botas y crampones, ya no eran sus pies, los había empezado a perder horas antes y ahora solo sentía que arrastraba un par de bloques de cemento. Necesitaba descender, necesitaba quitarse sus botas y masajearse los pies, devolverlos a la vida.
El problema añadido tenía que ver con su prolongada estancia en altura: para atacar el Annapurna, habían pasado antes por el Dhaulagiri, hasta que la expedición se convenció de que no había una ruta para ellos que no fuese una invitación al suicidio. En consecuencia, la sangre que circulaba por sus venas lo hacía al ralentí, espesa, negra, pura mermelada de arándanos. Pero hicieron cima y allí estuvo Herzog casi una hora, divagando, hablando consigo mismo de grandeza, fotografiando el maravilloso espectáculo del mundo visto desde un mirador soberbio. Lachenal llegó a implorar para emprender cuanto antes el descenso, pero Herzog solo abandonó la cumbre cuando divisó la enjuta figura de su amigo perdiéndose ladera abajo.
Las nubes que se cernían en el horizonte seguían sus pasos, anunciando un desenlace terrible. Ayudados por Lionel Terray y Gaston Rébuffat, así como por Couzy y Schatz, la pareja de cima alcanzó el campo base con unas congelaciones tan severas que les costaría todos los dedos de los pies, así como varias falanges de las manos en el caso de Herzog.
Todo esto, narrado con maestría por éste último en el libro Annapurna, primer ochomil, del que se han vendido más de 15 millones de ejemplares, obvia el terrible sufrimiento emocional que padeció Lachenal, lo que hoy se denominaría como estrés post traumático. Sin los dedos de sus pies, Lachenal se veía como un alpinista disminuido, uno que maldecía la cima del Annapurna, uno que no veía sentido en el coste de la empresa. Deprimido, murió en 1955 al caer en una grieta de 30 metros mientras esquiaba el Valle Blanco, en Chamonix.
En las páginas del libro dictado por Herzog desde su cama de hospital no hay espacio para el arrepentimiento… ni tampoco espacio para que Lachenal ofreciese su visión de los hechos, puesto que cuando quiso publicar un libro con sus opiniones, fue amenazado con ser expulsado de la ENSA. De hecho, la historia en mayúsculas solo parece retener su nombre, mientras el del resto de sus compañeros ha quedado relegado a un segundísimo plano. Herzog, que murió a los 93 años, fue Ministro de Deportes con De Gaulle y alcalde de Chamonix. Cambió con naturalidad crampones por buenos trajes. Y, a diferencia de Lachenal, jamás tuvo que preguntarse si había merecido la pena.
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