Se cumplen 25 años de La Gran Tragedia del Everest en la que fallecieron ocho personas

El periodista y alpinista Jon Krakauer asistió a esta expedición cuyos detalles relató en el libro 'Mal de altura'

Lunes, 10 de mayo 2021

La primavera de 1996 ha quedado teñida de luto en el Everest para siempre. Hace un cuarto de siglo, el 10 y 11 de mayo, ocho alpinistas perdieron la vida en una catástrofe que fue bautizada como La Gran Tragedia. Cinco montañeros fallecieron en ... el lado sur de la montaña y tres más en la cara norte. Aunque esta no es la historia más dramática que ha tenido lugar en un ochomil, sí es una de las más conocidas gracias al best seller 'Mal de altura', del periodista y alpinista americano Jon Krakauer.

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El reportero compartió expedición con cinco de los doce montañeros que se dejaron la vida en el Everest esa primavera. Fueron sus compañeros de cordada en la cima del mundo. Este es el escalofriante relato de ese ascenso y descenso a los infiernos, de lo que el autor describió como «la banalización del montañismo».

El deterioro físico comenzó enseguida, antes incluso de la escalada. La expedición hizo un alto en el refugio de Lobuje, al borde del glaciar Khumbu, a una jornada del campamento base valle arriba. El sitio estaba repleto de sherpas y escaladores de una docena de expediciones distintas. Las pocas letrinas que había, a rebosar. «El río de nieve fundida que serpenteaba por el centro del poblado era una cloaca al descubierto», relata el escritor.

Los clientes habían pagado 65.000 dólares para que les subieran al techo del mundo

El barracón, con literas para 30 personas, estaba atestado mientras la estufa quemaba excrementos de yak. «Por la noche, tuve que salir a respirar aire fresco en medio de grandes espasmos. Por la mañana tenía los ojos inyectados en sangre y la nariz tapada del hollín; la tos, seca y persistente, ya no me abandonaría hasta el final».

Ya en el campamento base, Krakauer sintió el mal de altura. «La cabeza me daba vueltas y tenía vértigo. Apenas podía dormir. Boqueaba. Los cortes no cicatrizaban ni a tiros. Perdí el apetito». Las migrañas iban acompañadas de «arcadas estremecedoras». Es el mal trago de la adaptación a la altitud.

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Krakauer, entonces con 42 años, formaba parte de una expedición comandada por el alpinista neozelandés Rob Hall. Tenía el encargo de escribir un artículo para la publicación 'Outside' sobre el auge de las ascensiones comerciales. El grupo se unió a otro que lideraba el estadounidense Scott Fischer. Sus clientes habían pagado 65.000 dólares para que les subieran a la cima del mundo (8.848 metros). Algunos estrenaban botas alpinas, aun a riesgo de sufrir llagas. Otros, pese a su buena forma física, apenas habían escalado un par de picos el año anterior como preparación. Y la japonesa, Yasuko Namba, que quería ser, con 47 años, la mujer más veterana en hollar la cumbre, caminaba mal con crampones.

Con diez kilos de masa muscular menos y las yemas de los dedos agrietadas por el frío, Krakauer se calzó las botas para abandonar el campamento III, a 7.300 metros, y asaltar la cumbre. Eran las 23.30 horas del 9 de mayo. El grupo de Hall estaba formado por tres guías, ocho clientes y cuatro sherpas. El de Fischer: tres guías, seis sherpas y otros tantos clientes.

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El ascenso

En fila india y «a paso de tortuga» ascendían. No tardaron en llegar los vómitos. Los guías tiraban de los más lentos. Todos los clientes subían con botellas de oxígeno, con reservas previstas hasta las cinco de la tarde del 10 de mayo. A partir de ahí, expuestos al edema pulmonar y cerebral, la hipotermia y las congelaciones. Quién lo iba a pensar con el día tan limpio que hacía.

Krakauer holló el Everest pasada la una de la tarde. En el plazo previsto, pues los líderes de los grupos habían marcado las dos de la tarde como el límite para hacer cima o, en caso contrario, darse la vuelta. El margen entre la vida de la muerte. Él ya estaba arriba. «Había fantaseado mucho sobre ese momento y la oleada de emociones. Pero ahora no tenía fuerzas para pensar en ello. Hacía 57 horas que no dormía. La única comida que había sido capaz de tragar en los tres días precedentes era un bol de sopa y un puñado de cacahuetes. Semanas tosiendo con violencia me habían dejado dos costillas separadas que convertían en un tormentón el hecho de respirar. A 8.848 metros, en la troposfera, me llegaba tan poco oxígeno al cerebro... Poca cosa podía sentir a excepción de frío y cansancio».

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Tocaba bajar, deprisa, porque vio un inquietante manto de nubes que amenazaba tormenta. Al borde del abismo, en el escalón Hillary, a 60 metros de la cima, Krakauer se estremeció al divisar en la base del escalón una cola de más de una docena de personas, esperando a subir.

El guía Andy Harris, del grupo de Hall, pasó a su lado. Krakauer le pidió que cerrara la válvula de la botella de oxígeno que llevaba en la mochila, pero el hombre, afectado ya por la hipoxia (insuficiencia respiratoria), se equivocó y la abrió a tope. Krakauer no se dio cuenta hasta que comenzó a asfixiarse. Se tuvo que quitar la máscara mientras pensaba en cómo la falta de oxígeno consumía sus células del cerebro.

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La tormenta se echó encima. El caos se adueñó del descenso, pese a los esfuerzos de guías y sherpas, que se jugaban la vida auxiliando a los aficionados. Los copos de nieve les «aguijoneaban la cara empujados por rachas de viento de 70 nudos». A 50 grados bajo cero. «Había sobrepasado hasta tal punto el umbral de la extenuación que incluso experimentaba un claro distanciamiento de mi cuerpo, como si estuviera viéndome descender desde unos metros más arriba». Delirios.

A las cinco de la tarde, tres horas después del tiempo límite, todavía andaba subiendo el grupo de Hall, que tiraba del brazo de su cliente Doug Hansen para que cumpliera su sueño. Deambulaban. Algunos semicomatosos entre la confusión de la repentina ventisca. Chocando entre sí. Los crampones rajaban la ropa y salían plumas volando. Volando en el techo del mundo. Poesía, si no fuera por la debacle.

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Krakauer se acercó como pudo al campamento IV, a 7.900 metros. Eran las 18.30 horas y allí estaba su refugio, su salvación. En medio, una pared de hielo. Bajó con un gran esfuerzo, se metió en la tienda sin quitarse los crampones y se echó en el suelo. Vivo de milagro. Arriba, 19 personas luchaban por su vida, atrapadas en el huracán.

Casi de noche, los expedicionarios andaban a la deriva. Habían pasado 17 horas desde que salieron rumbo a la cumbre. Los guías empezaron a suministrar inyecciones de dexametasona, un corticoide de emergencia que reduce los efectos de la altitud. «No quiero morir», gritaban algunos clientes. La furiosa ventisca les impedía ver, cuando sólo estaban a 300 metros de las tiendas de campaña. Y al lado de un precipicio de 2.000 metros de caída.

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A partir de la medianoche comenzaron a llegar escaladores desgranados del grupo. Entre los supervivientes se organizó un equipo de rescate. Faltaban los jefes de la expedición, Rob Hall y Scott Fischer. También el guía Andy Harris. Y los clientes Doug Hansen y Yasuko Namba. La última vez que la vieron estaba sentada, con una capa de nieve en la cara. Sin manoplas.

Desfallecido

Hall se había quedado con Hansen, desfallecido, en el escalón Hillary sin oxígeno adicional. Por delante, Fischer, cada vez más débil. De Harris no se sabía nada. Hall, ya solo, se comunicó por radio. Decía a las cuatro de la madrugada que sus piernas ya no le obedecían. Pasó la noche a 8.750 metros, al raso, a 70 grados bajo cero.

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En el campamento, ateridos, los supervivientes amanecían. Un equipo de rescate localizó a Fischer. Todavía respiraba, pero «tenía los ojos fijos y los dientes fuertemente apretados». Perdido. Se decidieron por bajar a un sherpa que podía andar por su propio pie, que podía vivir.

Ese 11 de mayo, un día después del inicio de huracán, Hall dio señales de vida por la radio. Eran las 18.20 horas. En un intento por buscar una reacción milagrosa, le pusieron en contacto con su mujer, en Nueva Zelanda. Hall contestó.

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-Tengo la boca seca. Voy a comer un poco de nieve antes de decirle nada. Hola cariño, espero que estés calentita en la cama.

-No sabes cuánto pienso en ti. ¿Tienes mucho frío?

-No me he quitado las botas para comprobarlo, pero creo que debo tenerlos un poco congelados.

-No sabes cuánto desearía que estuvieras en casa para cuidarte.

-Te quiero. Que duermas bien, mi amor.

«Doce días después, la expedición Imax que iba camino de la cumbre halló a Hall, tumbado sobre el costado derecho en un pequeño hoyo de hielo, sepultado de cintura para arriba bajo un montón de nieve». La expedición Imax que lideraba el alpinista Ed Viestrus, en la que participaba la española Araceli Segarra, suministró a los supervivientes botellas de oxígeno para el descenso, además de haber intervenido decisivamente en su rescate.

El «sentimiento de culpabilidad» acompañó a Jon Krakauer. De regreso a su Seattle natal, vivió «destellos de alegría» con placeres tan mundanos como desayunar con su esposa, ver la puesta de sol o ir descalzo a un cuarto de baño caldeado. Pero en su mente seguían los caídos en el Everest. «La mancha que ha dejado en mi conciencia no es algo que pueda borrarse con unos meses de aflicción y remordimiento». Pese a todo, ama la montaña y sus rutas salvajes.

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