Al lado de mi casa hay un barrio. Nos separa una carretera generacional y de clase. Es el más poblado de la ciudad y suma tantos habitantes como los de las dos localidades alavesas más populosas. También es donde recaudan más votos los ultranacionalistas vascos, ... pero cuando uno pasea por sus calles no hay ningún detalle que le sitúe en 'zona nacional'; es la nueva imagen de la Euskadi posterrorista. A la vez, y sin contradicción, es donde vive el colectivo más numeroso de inmigrantes extracomunitarios. En este caso lo delata la indumentaria de muchas de ellas, pero no el de sus maridos e hijos. Todo da el tono de una adecuada integración, por más que en el borde final del distrito se divisen parquecitos donde solo juegan niños morenos y madres exageradas de ropa. La juventud es otro detalle apreciable, con mucha pareja joven con cochecito de niño y/o perro.
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El barrio nació a finales del siglo XX, cuando la ciudad –o sus mandatarios– resolvió engordar al este y al oeste, en lugar de colmatar los muchos espacios que contenía su geografía más que generosa. Como resultado, cada vez que cae una nevada la urbe colapsa, porque no hay cuadrilla municipal suficiente que retire rápido el blanco elemento. Herencia de aquellos años en que España volvió a ser una, grande y edificable, aquellos de la burbuja del ladrillo que reventó en 2008. Así que, como producto de los alegres noventa, el urbanismo responde a los esquemas de la abundancia infinita, del momento en que pareció descubrirse la piedra filosofal del crecimiento y nadie suponía que esto podía acabar en un plazo cercano. Las calles son de una anchura inaudita, como aquellas ciudades americanas de los años sesenta construidas para ser gobernadas por el automóvil (Los Ángeles, Brasilia). Luego, la pulsión comunitaria habitual de las asociaciones de vecinos y algún desgraciado accidente han ido adelgazando las vías de dos y tres carriles plantando todo tipo de bolinches precautorios. Es la manera de poner coto a las carreras de coches por el extrarradio barrial o a las prisas de ida o vuelta de quienes trabajan en su enorme periferia fabril y logística. Los bloques de viviendas son todos acordes al diseño Vitoria: rectilíneos y gélidos, y en las fotos aéreas asemejan una maqueta perfecta e irreal.
También son irreales un par de ríos que lo cruzan, de esa media docena que van soterrados por toda la ciudad. Los llaman Perretxin –que no Ali (sic)– y Zarauna, siempre sin agua, pero eso sí, atravesados por puentes de madera que parecen los de Madison, en Iowa. Otra exhibición de poderío local más apreciable desde la vista aérea –una traza verde que rasga la trama urbana de cemento y asfalto– que desde la convivencia a ras de tierra: la jungla desordenada alberga y esconde todo tipo de seres vivos. Justo lo contrario del ordenado parque natural que bordea el barrio, un paraíso de quejigo, parte del Anillo Verde, realmente asombroso y orgullo de la ciudad. Diez minutos desde casa y uno se encuentra a pie de monte. Un lujo.
La unidad familiar autóctona característica, se ha dicho ya, es de tipo reducido: parejas jóvenes con descendencia todavía infantil. El barrio está lleno de locales de celebreo civil para ritos de paso que antes monopolizaba la Iglesia (también hay alguna parroquia). Parecen gozar de economías saneadas a juzgar por la calidad y asistencia a los muchos y modernos bares y restaurantes, muy por delante de los de la ciudad central. Uno supone que todos trabajan en la fábrica grande que tienen justo al lado de casa: cinco mil empleos directos y treinta mil colgados de sus caprichosas evoluciones que se reparten por los distritos fabriles tradicionales. La fábrica ni se ve al pasar porque las modernas factorías ya no tienen chimeneas ni sueltan humos. Es lo que tiene la cuarta revolución industrial, que ha perdido carácter respecto de las anteriores. De la misma manera, el nuevo proletariado gasta pantalón corto cuando va de piquete, que así al pronto reporta poca seriedad en el empeño, aunque se entiende que es el mudar de los tiempos.
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Hay un momento en la vida en que te empieza a resultar complicado entender la ciudad donde vives. Es un hecho generacional. Stefan Zweig dejó unas páginas fabulosas sobre ello en 'El mundo de ayer'. Nuestros cronistas locales, a alguna distancia literaria, también titularon así su desconcierto: el alcalde Ladislao de Velasco con 'Memorias del Vitoria de antaño', Tomás Alfaro Fournier con 'Una ciudad desencantada', Gregorio Altube con 'Vitoria… o así. Ayeres y lejanías', y el recientemente fallecido Pedro Morales Moya con 'Vitoria, si mal no recuerdo o 'Adiós Vitoria'. En realidad, no comprendes tan bien el tiempo en que vives porque cada vez es menos tuyo.
Ese barrio vecino del que les hablo es la Vitoria de hoy; enfrente hay otro de las mismas características que este. En los últimos veinticinco años, casi lo que va de siglo y casi los que Gorka hizo de Celedón de verdad, la ciudad ha cambiado hasta hacerla difícil de reconocer. Todavía no soy capaz de identificar con precisión los factores esenciales de ello. Está la inmigración extracomunitaria de comienzos de centuria, el engorde del plano de la ciudad, la sucesión generacional, la convivencia de una ciudad industrial con los rasgos de una sociedad postindustrial de servicios, las novedades de la Euskadi posterrorista, el nacionalismo vasco postmoderno de los nuevos barrios y las referencias de la Vitoria nueva que fue desde los años sesenta –ya totalmente envejecida y superada– que se van despidiendo en silencio. Además de esos, hay otros que no es fácil detectar, por mucho que uno se aplique.
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Yo paso casi siempre corriendo y de corto, y veo que son mis paisanos, mis convecinos, pero cada día me resultan más extraños. Y así tendrá que ser.
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