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Julián Méndez
Martes, 23 de octubre 2018, 09:38
El olor dulzón, goloso, penetra por las fosas nasales como un cuchillo de fruta y alcohol. Es un aroma tan atractivo como peligroso. Hace una semana, a muy pocos metros de esta bodega de Lapuebla de Labarca donde hierve el vino joven que ... pisa Txutxi Muro, dos hombres, Luis L. y Pablo G., tuvieron que ser trasladados a Urgencias tras respirar los efluvios de la maceración carbónica. Ya han vuelto a casa. Pero, en 1986, Emilio Grijalba (81 años) y el temporero Honorato Castrillejo (53) no tuvieron tanta suerte. Emilio falleció en su bodega de Lapuebla al tratar de rescatar de un depósito al jornalero, desmayado tras respirar el tufo, dióxido de carbono (CO2). Ese mismo gas que mata es el responsable de la peculiar aguja de este vino joven, una de las joyas de la corona y seña de identidad de los cosecheros de Rioja Alavesa.
En su bodega, Txutxi Muro Nájera (63) abre los portones y el aire fresco se cuela hasta los depósitos, llevándose el hálito mortal. El bodeguero se quita sus zapatillas grises Salomon, se lava los pies a conciencia en un capazo de caucho y salta al lago de cemento. «Está caliente; aquí se está de maravilla», sonríe sintiendo bajo la planta de sus pies la bermeja y tibia mezcla de uvas, raspón y vino. Estos 27.000 kilos de Tempranillo y Viura (un 15%) han fermentado de manera espontánea al calor de la bodega durante ocho días. «El tinto tiene que cocer», señala. «A mí me gusta el olor dulzón del tufo. Todas las mañanas me detengo a oler y pongo la nariz justo donde están las luces. Hay un punto de las escaleras donde huelo a albaricoque», confía el dueño de Harresi (muro en euskera).
El propio peso de los racimos enteros ha dado lugar al primer vino, «la lágrima» o «vino yema», dulce y sabroso, con un puntito del amargor vegetal de las partes leñosas del racimo. Por gravedad, baja hasta los depósitos.
Txutxi Muro lleva pisando uva medio siglo, desde que tuvo que dejar la escuela con 14 años, e instruye al forastero (que salta al lago para participar de esta ceremonia tan primitiva como extenuante) en las reglas de este arte centenario. «El día de la prensa era un día grande; se llevaba la mejor comida de todo el año. De pequeños, subir a pisar a la bodega era una delicia para cualquier joven», echa la vista atrás. «Estás contento porque ya tienes toda la uva metida en casa; pero, si hablas mucho, te entra el agobio. Con el tufo te cansas y te falta la respiración... Aquí ventilamos de continuo», señala.
Aun así, las cosas se pueden torcer, como sucedió la semana pasada, en esos días de «templanza», de vientos cálidos y pesados que impiden que corra el aire y concentran el aliento letal en el fondo de las bodegas. «Aquí no nos hace falta vela para saber cuándo hay tufo. Lo notas por el calor, al bajar al lago... si lo sientes en tus partes, malo. Los huevos marcan el peligro», sonríe el cosechero mientras pronuncia una frase que pasa de padres a hijos, de vendimia en vendimia, de siglo en siglo. Un saber condenado a desaparecer, porque quedan muy pocas familias que sigan pisando uva. Las prensas son ya la norma.
«Hay que cargar el peso sobre las caderas. Se pisa del revés, haciendo el cojo. Se trata de no hundir los talones y de usar la planta, pisando siempre para adelante, bien asentado. Si no, se rompe la uva», nos instruye Muro. En la parte baja del lago, Mohammed Azzouzi carga el horquillo y arroja capas de uva bajo las plantas de Txutxi y de su paisano Mohammed Haouari Karachi, que pisan y pisan, infatigables. Le están dando lo que llaman la media vuelta. De aquí brota el vino que llaman remango; «el más alegre y simpático, el que te llama a beber», explica Muro. El raspón de los racimos forma estructuras en la masa de uvas que ayuda a drenar el vino púrpura. Luego le darán la vuelta entera y, al final, otra media vuelta. El vino baja a los depósitos tras pasar por un filtro hecho con una gavilla de sarmientos y un tablón.
En cada momento de este proceso se produce un tipo distinto de vino. El más considerado es el que se conoce como trasnocho, un morapio que mana, suave, suave, durante toda una noche. «Ese fluye sin presión, limpito... Es gloria», se entusiasma Benjamín Romeo, de Bodega Contador (el único 100 puntos Parker riojano para dos añadas consecutivas) en San Vicente de la Sonsierra. En Remírez de Ganuza, una bodega de Samaniego, hasta elaboran un vino con ese nombre, el Trasnocho. Allí emplean un enorme balón de PVC alimentario relleno de agua que se introduce en un depósito para que el vino brote lentamente, con las uvas enteras. «Exprimimos los hollejos, liberando así el 70% del vino que aún contienen. Es un procedimiento sencillo, pero muy especial, que evita la fricción entre los hollejos y la oxidación del vino. Extraemos las virtudes y no los defectos, como los aromas herbáceos del prensado convencional», explica Jesús Mendoza.
Ese es el gran secreto del pisado. «La presión de los pies permite aplastar el grano, pero sin romper ni hollejos ni pepitas», razona Jabier Marquinez, consultor, enólogo y escritor. «Mi preferencia es sacar el máximo de vino a poca presión. Yeso solo se consigue pisando», dice Benjamín Romeo.
En Lapuebla, los tres hombres han acabado con la media vuelta. Remontan el vino, de un color rojo encendido, desde los depósitos y remojan con una manguera los racimos del lago contiguo. Una corona de espuma morada cubre otras 25 toneladas de uva. En esta bodega elaboran unas 90.000 botellas de maceración carbónica por temporada. «Lo suyo sería beberlo con la primavera, pero cada vez sale antes», cabecea el cosechero. «El vino del año se bebe en el año», sentencia.
A estas horas Txutxi, que pisa descalzo, tiene los pies morados. «Se paga por la inmunoterapia y la verdadera es ésta. Se decía que a quien pisa jamás le salen sabañones. Lo que está claro es que, si vas a la playa, llamas la atención», ríe el cosechero. Por la puerta se asoma a saludar (y a echar un cable) Celestino Garrido, el alguacil. Fernando Salgado, enólogo, avía ya un tomate para el almuerzo.
Una vez pisada, la muralla de racimos se tapa con un plástico, para que conserve el calor. El vino sigue manando.
Txutxi pone sobre la mesa una perola con oreja y morros que ha guisado esta mañana a las 7 y queso de San Vicente de Arana. Abre una botella de Harresi (dos medallas de oro en Burdeos). «Mi vino sabe al año», explica mientras nos habla del bolo, el primer guiso alavés del que se tiene constancia escrita, un arroz con bacalao, cebolla, patatas, pimiento rojo seco, guindilla y pimentón. Una bomba.
En las paredes del txoko se suceden fotos de Martín Berasategui, de Eneko Atxa, de Roberto Ruiz (el de las alubias de El Frontón que ahora cocina en Hika Txakolindegia) que viene aquí con su equipo a vendimiar un vino que llaman El Tercer Día. «Mi madre, Ramona, cataba muy bien. No tomaba una gota de agua en las comidas, siempre con su vasito. Yllegó a los 98». Vino joven, el vino de la vida.
Abel Mendoza anda estos días de vendimias en San Vicente. Tuerce el morro cuando quita de la cinta decenas de racimos tocados, resecos, por esta cosecha «rara, rara». Mendoza es uno de los valedores del vino de maceración carbónica. Su Jarrarte ha sabido hacerse un hueco en el mercado de los vinos jóvenes. Como el A mi manera, que prepara el también 'macán' Benjamín Romeo (aprovechen, todo apunta a que 2018 será una de sus últimas etiquetas). Esta semana, en la finca La Carbonera (en Labastida, Familia Torres) se procedió a pisar uva en un lagar rupestre como acto testimonial de presentación del vino llamado Las Pisadas. Otras bodegas, como El Fabulista, en Laguardia, o Lecea, en San Asensio, donde el 10 y 11 de noviembre celebran la X edición de la Fiesta del Pisado de la Uva en lago de piedra y en el trujal de mano, muestran también al público esta actividad en extinción.
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