Veranos de cuchillo y tenedor
Historias de tripasais ·
Muchos niños aprendieron a comer carne, cosa nunca vista en sus casas, y a manejar bien los cubiertos en las colonias escolares de Pedernales, Laguardia o EstíbalizSecciones
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Historias de tripasais ·
Muchos niños aprendieron a comer carne, cosa nunca vista en sus casas, y a manejar bien los cubiertos en las colonias escolares de Pedernales, Laguardia o EstíbalizAna Vega Pérez de Arlucea
Madrid
Viernes, 31 de julio 2020, 09:24
Asma, tisis, raquitismo, pretuberculosis, anemia, escrófula… Cada niño que pasaba por el consultorio era inspeccionado, pesado y categorizado según su enfermedad. Todos tenían alguna y todos compartían también un mismo síntoma común: la desnutrición. Un escribiente apesadumbrado se encargaba de apuntar el diagnóstico del doctor ... en las cartillas infantiles, temblando de pena cuando le tocaba consignar aquellas sentencias terribles. Corría el año 1917. Aquel anónimo secretario de consulta médica acabaría siendo periodista, escritor, concejal, diputado y ministro. Julián Zugazagoitia Mendieta (Bilbao, 1899-Madrid, 1940) nunca olvidó el sufrimiento de aquellos niños pobres de Bilbao a los que pasó reconocimiento en su juventud.
Años más tarde y siendo ya destacado autor y político dedicó uno de sus libros a la infancia y a la iniciativa que, para él, mejor había usado el dinero en la noble causa de ayudar a los más desvalidos de la sociedad. 'Pedernales, itinerario sentimental de una colonia escolar' fue editado en 1929 por la bilbaína Caja de Ahorros y Monte de Piedad Municipal para divulgar la labor de su colonia infantil en Sukarrieta, pero más que un texto promocional se convirtió gracias a la pluma de Zugazagotia en un canto a los pobres, los explotados y a la mejora social que proporcionaban actos tan sencillos como tomar el sol, reír y comer bien.
Durante los años 20 del siglo XX el preocupante nivel de mortalidad infantil y la incidencia de infecciones graves entre los alumnos provocaron que la higiene, la alimentación y la atención médica se convirtieran en pilares de la enseñanza pública. Se abrieron las primeras cantinas escolares y las autoridades alavesas y vizcaínas decidieron mejorar la salud de los niños más desfavorecidos a través de la actividad física o el traslado temporal a auténticas clínicas de aire fresco y curas de engorde.
Así nacieron las colonias escolares de Perdernales (1925) o Estíbaliz (1929), pero también las de Laguardia, Mendizorroza, Gorliz, Pobeña y otros muchos municipios, lugares a los que se enviaba durante varios meses a los chiquillos con problemas de salud y de los que habitualmente volvían contentos, sonrosados y con más chichas.
Zugazagotia describió en su libro cómo era el duro proceso de selección de los pocos afortunados (apenas unos centenares) que disfrutarían de la playa y el aire puro. «Un día los médicos no trajeron su habitual cosecha de palabras terribles, de dictámenes crueles. Había que elegir los niños que debían formar las colonias escolares […] Los médicos los pesaban y tallaban y nos dictaban sus nombres y sus enfermedades. Y nosotros, a prisa, anudando el corazón para que no reventase en sollozos, escribíamos». Se elegía a quienes más beneficio sacarían, niños «mayores de 6 años y menores de 12 cuyo estado de salud requiera especial asistencia pero que no padezcan lesiones ni enfermedades contagiosas».
A Pedernales iban hijos de mineros procedentes de La Arboleda, Sopuerta, Gallarta, Las Carreras y San Salvador del Valle, aquejados de problemas respiratorios y que en sus casas no comían otra cosa que pan y tocino rancio. Con suerte sabían manejar la cuchara, pero ningún otro cubierto. «Para algunos –dijo Zugazagoitia– el cuchillo y sus aplicaciones han constituido una grata revelación. El cuchillo les sirve para fraccionar los filetes, que en muy contadas ocasiones habrán tenido existencia real para ellos. Y no existiendo la carne, ninguna falta les hacía el cuchillo. El mismo tenedor, de más amplias aplicaciones, si no desconocido no les era del todo familiar».
Los menús eran sencillos pero sabrosos, pensados para estimular el apetito y olvidar el hambre. Para desayunar café con leche, pan y mantequilla (un lujo suprimido en la posguerra). Al mediodía puré de alubias rojas, berzas con patatas, albóndigas y queso, por ejemplo, o paella, filetes y fruta. De cena solía haber patatas guisadas, tortilla de ídem o de pan rallado con perejil, vainas y un vaso de leche.
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