Tengo aquí sobre mi mesa un libro enteramente dedicado a los sabores olvidados. Es del gastrónomo vitoriano Fernando González de Heredia 'Tote', autor prolífico donde los haya, y se titula 'Aquellas recetas alavesas de antes... ¿Y por qué no de siempre?' (2014). Apúntense el nombre para poder buscarlo, porque es un texto interesante y muy singular: repasa aquellos alimentos o recetas que antiguamente fueron populares en Álava y que ahora por diversas circunstancias han caído en desgracia. No encontrarán ustedes en el libro revueltos de perretxikos ni goxuas, que no necesitan promoción, sino fórmulas prácticamente extinguidas o desconocidas fuera de su pueblo natal como el bolo de Lapuebla de Labarca, las patatas a la alavesa y al caparazón, la codorniz a la vitoriana, el pato con aceitunas de Lanciego y los talos dulces de Aramayona.
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'Tote' también habla de anguilas, de conejos, de palomas y jabalíes; de animales que ya domésticos o silvestres constituyeron parte fundamental de la dieta de los alaveses y que incluso les dieron fama fuera de sus fronteras. En la página 53 de 'Aquellas recetas alavesas de antes...' aparecen los antaño célebres capones de Vitoria, que hicieron las delicias de los más refinados gastrónomos durante el siglo XIX. En Madrid los conocían como «de Vitoria» a secas, pero en realidad podían proceder de Gasteiz lo mismo que de Aramaio, Legutio (entonces Villarreal de Álava) y hasta de Balmaseda, Durango o de los pueblos guipuzcoanos de Bergara y Orendain, que también mandaban sus buenos gallos castrados a la capital. Las capones vascos competían por el fervor de los gourmets con los de Villalba (Lugo) y con los no mejores pero sí más caros —debido a la reputación de la cocina francesa— de Baiona, Mans o Bresse.
En 1818 el ilustrado vizcaíno don Juan Antonio de Zamácola barría para casa con su 'Historia de las naciones bascas de una y otra parte del Pirineo septentrional' diciendo que «los capones de Bizcaya son sumamente estimados porque están mantenidos con maíz, y pudieran ser tan celebrados en Europa como lo fueran los famosos capones de Brescia si los bizcaynos tuvieran fluxo de ensalzar, como otras naciones, las cosas de su país» (sic). Entonces el concepto de Vizcaya solía incluir a todas las provincias vascas, así que no pensemos que el señor Zamácola quiso hacer un feo a las aves alavesas.
Algo más inclusivo fue el bilbaíno Mariano de Rementería y Fica, a quien a no tardar tendremos que dedicarle una oda en esta sección por haber sido el impulsor de numerosos libros de cocina hace 200 años. En su 'Manual del cocinero, cocinera, repostero, pastelero, confitero y botillero' (1837) tradujo centenares de recetas del francés pero también incluyó varias fórmulas autóctonas y notas explicativas, para que los lectores españoles pudieran adaptar los platos usando los ingredientes que tenían a su alcance. En la receta de capones asados aparece por ejemplo este apunte: «en España son bastante estimados los de las provincias del Norte y en efecto son mejores». El intríngulis estaba en su alimentación, que en Euskadi y Galicia consistía en maíz. Éste no sólo aportaba almidón y grasa (hasta un 10%) a la dieta de los pollos, sino que además sus pigmentos naturales daban un suculento color amarillo a la carne.
El gastrónomo Angel Muro y Goiri (1839 - 1897) fue uno de los mayores valedores de los capones con euskolabel. Cuando en 1890 empezó a escribir sus célebres «Conferencias culinarias» en el diario madrileño 'La Monarquía' mencionó los de Vitoria —asados y entrelazados con berros— en un par de ocasiones, y luego en su recetario superventas 'El Practicón' (1894) volvió a recalcar que «dicen que los [capones] de Vitoria son los mejores, y en efecto no hay que desdeñarlos cuando están bien criados y bien cebados». En otro texto dijo que la procedencia, por muy afamada que fuese, importaba mucho menos que la calidad del ave.
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Obviamente Muro no aplicaba los estándares de bienestar animal que existen ahora, pero sabía que era fundamental que los animales corriesen en libertad y se alimentasen con fundamento para que su carne resultara sabrosa. En el caso de los capones también era fundamental el proceso de capado y el momento en que se hiciera, a ser posible justo cuando los pollos empezaban a «maliciar» y a interesarse demasiado en sus compañeras de corral.
Al impedir su desarrollo sexual mediante la extirpación de los testículos, las aves castradas alcanzan un mayor tamaño y tienen más grasa que sus homólogas no capadas. En un boletín de la Real Sociedad Bascongada de Amigos del País publicado en 2006 (el LXII) podemos encontrar un interesantísimo artículo escrito por el veterinario José Manuel Etxaniz que explica cómo se hacía el caponaje de manera manual o quirúrgica en Oiartzun, donde hubo verdaderos expertos que se desplazaban por los caseríos para hacer esta labor. Requería mucha habilidad y no siempre salía bien, razón por la que durante la primera mitad del siglo XX gran parte de las criadores se decantaron por la castración químico-hormonal. Si a ustedes les suena fatal esta opción es porque era una locura, administrada sin ton ni son y que se prohibió en los años 60. Decía nuestro amigo Busca Isusi en 1969 que eran las hormonas las que habían acabado con los capones: su auge hizo desaparecer el oficio de capador y también la buena reputación de este bocado histórico.
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