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Julián Méndez
Viernes, 13 de septiembre 2019, 16:36
«Tengo los días contados». Luis Alberto Lera, un tiarrón de la Tierra de Campos zamorana que dirige uno de los fenómenos culinarios de este país (Casa Lera, cocina de caza), tocó a rebato. Pero su voz de alerta sonó a música conocida entre los ... cocineros, productores, paisanos y viticultores reunidos esta semana en la jornada Cocinas de Pueblo por los hermanos Echapresto en Venta Moncalvillo, en Daroca de Rioja, el enclave más pequeño del mundo –apenas 24 personas– con un restaurante de estrella Michelin.
Lera vive y cocina en Castroverde de Campos, apenas 200 vecinos sin médico ni escuela rodeados de fincas de cereal fruto de esa «política agrícola devastadora» que destruye el ecosistema. «No nos dejan vivir. Voy a tener que cerrar...», clamó. «No puedo usar materia prima de cercanía. Debería vender liebres de Argentina y Uruguay, pollos de Koren y conejos que sueltan en Toledo... Todo son trabas burocráticas para usar producto local, los auténticos sabores de nuestra tierra. Un paisano que cría 40 pollos de corral no entiende el idioma que le habla la Administración si quiere matarlos... Yo ya no espero nada de nadie», se desesperaba Lera. Alguien –con siete años en la cocina de Zuberoa– que fue capaz el pasado año de atraer a 13.800 personas hasta ese «pico perdido en el mapa» que es Castroverde para comer pichones en su casa. «Y ni siquiera salimos en el mapa del Patronato de Turismo», se lamentaba.
Lera estaba rodeado de los últimos resistentes de la España despoblada, cocineros y productores que se han tapado los oídos con cera (de los panales del apicultor trashumante Álvaro Garrido, por ejemplo) para no oír los cantos de sirena de la ciudad. Son los que aparecen en la foto de arriba (y otros muchos, con Francis Paniego o el alavés Iñaki Murua entre ellos), militantes del campo conectados por un pasado rural que establece una suerte de identidad y lenguaje común. «Apenas un 4,5% de la población de España vive en el medio rural. Uno de ciudad no nos entiende porque la brecha que existe entre la ciudad y el campo es bestial... Nosotros –confirmó Lera– compartimos valores ancestrales, una cultura común, la importancia del aprovechamiento de las cosas...»
«Y el valor de la palabra. Todos los contratos que realizo son de palabra o estrechando la mano», apuntó el joven viticultor de Sojuela Miguel Martínez, rescatador del vino 'supurao'. «Nosotros somos los locos porque nos hemos quedado en el pueblo. Pero yo intento sobrevivir en el Moncalvillo y emular a la gente mayor y su forma de vida: celebran la cosecha en San Judas Tadeo, cogen helechos en verano para la matanza de invierno o su modo de conservar las uvas en los altos para ir comiéndolas en invierno y, cuando son pasas, hacer mosto y dejarlo fermentar para sacar el 'supurao', un vino perdido. ¿Sabe que una parte se guardaba cuando nacía una hija y se consumía el día de su boda?», explicaba Miguel con un brillo de ilusión en la mirada. En el fondo (y aunque queramos olvidarlo) todos somos (y fuimos) pueblo en algún momento de nuestros apellidos y de nuestra sangre.
La jornada tuvo miga, como el buen pan de pueblo. Y con tajada. «El pueblo es una opción real. El turismo es maravilloso, pero los turistas pueden funcionar como termitas...», dijo en una intervención emocionada Javier Olleros. «Nosotros somos los embajadores de los productores», apuntó Ignacio Echapresto. «Queremos que nuestras frutas, nuestras verduras tengan el sabor de antes», señaló José Abad (La Tahúlla BIO, de Alfaro). «Los restaurantes podemos salvaguardar el patrimonio rural y ser locomotoras del sector rural», dijo su hermano Carlos (que presentó sus hidromieles Meadery en los panales del Santo –dos siglos a sus espaldas– que suscitaron el asombro del mismísimo Custodio Zamarra). Oel ejercicio de realismo de Nacho Manzano: «para ser sostenible primero hay que haberlo pasado mal» antes del grito «que no se olviden de nosotros» de Nacho Solana junto a la declaración de amor hacia la vida de Elena Lucas (La Lobita, en Navaleno).
A las 4, y en la campa de la ermita de San Lorenzo, Antonio Martínez y Julián Pérez sirvieron un rancho a la pastora a decenas de paisanos con sombreros de paja para el sol y jotas de fondo. Hubo vino en porrón de Bodegas Corral, con el enólogo Carlos Rubio Villanua descorchando una botella imperial de 6 litros y helado (Dulce paseo de verano) de Fernando y Angelines (Grate). A la noche, cena de estrella con vinos de Ramón Bilbao y homenaje a dos históricos. También hijos de un pueblo.
La primera salida de formación culinaria de Ignacio y Carlos Echapresto tuvo como destino el histórico restaurante madrileño Zalacaín. Allí, el navarro Benjamín Urdiain (jefe de cocina) acogió primero bajo su ala a Ignacio en 2000. «Tato, vete allá que vas a aprender», dijo a su regreso a Moncalvillo. Y el 'tato' Carlos viajó a Madrid en 2001 para recibir lecciones magistrales de sumillería y sala del manchego Custodio Zamarra. Esta semana, ambos fueron homenajeados en Cocinas de Pueblo. Urdiain recibió una cuchara de cerámica con mango de ébano, incrustaciones de plata (en recuerdo al servicio de Zalacaín) y hueso mientras que Zamarra recogió un histórico sacacorchos enmarcado mientras sonaba una cerrada ovación en la Venta. «Allí nos enseñaron hospitalidad, el modo de tratar a los clientes», recordaban los Echapresto. Urdiain (que fue jefe de cocina en Artagan y Muñatones antes de recalar en Zalacaín), visiblemente emocionado por el reconocimiento, recordó a los presentes la importancia de «respetar el oficio de cocinero, de respetar a la gente... Cuando Ignacio Echapresto llegó a Zalacaín vi que era humilde... Como deben ser los buenos cocineros».
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