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Guillermo Elejabeitia
Domingo, 18 de julio 2021, 02:38
«La Cueva del Chato, tienes que ir». El soplo me lo dio mi primo y hoy me fustigará por pregonarlo. Se trata de uno de esos restaurantes que no aparecen en las guías, pero cuyo nombre corre de boca en boca entre los comedores avezados. Una casa de comidas en las carreteras secundarias –tirando a comarcales– de la hostelería popular, por la que merece la pena el desvío a esta aldea situada a 15 kilómetros de Santo Domingo de la Calzada.
Dirección Camino de Torrecilla, 1
Teléfono 941416148
Carta 30/35 €
Para sentarse a su mesa hay que llegarse hasta Canillas de Río Tuerto, en La Rioja, ejemplar canónico de la España vacía. O semivacía, pues siempre hay un puñado de vascos para dar ambiente. El pueblo tiene toda la pinta de haber sido importante hace unos cientos de años, con su iglesia barroca y el palacio de los Condes de Hervías, pero hoy apenas quedan 50 vecinos para sentirse orgullosos de tan magno legado. Sin embargo a la puerta de la fonda comparten aparcamiento todoterrenos embarrados y coches de alta gama. Buena señal.
Nos recibe Maribel, poco más de metro y medio de puro nervio, que se echa las manos a la cabeza al escuchar la comanda: Croquetas, ensalada de foie, espárragos, pochas, solomillo.
–«¡¿Dónde vais?!», exclama a voz en grito.
–«Venimos a ponernos chatos», bromeamos.
El garaje del tractor
El Chato –César Torrecilla en su DNI– mira de reojo desde el mostrador y se vuelve a la cocina sin ganas de chiste. Poco después desfilarán por la mesa las especialidades de la casa, algunas de ellas tan despampanantes como unos espárragos rellenos de boletus, gambas y trufa –que convencen precisamente por su ambición desmedida–, o una ensalada templada sepultada en virutas de micuit. En cuanto a los básicos, desprenden oficio y buena mano. Melosas y crujientes las croquetas, caldosas y enterizas las pochas, tierno y sabroso el solomillo.
Y eso que el Chato se confiesa autodidacta. Hijo y nieto de agricultores, hace 25 años le dio por convertir el garaje donde guardaban el tractor en un restaurante. La hospitalidad le debe venir de familia, pues en el bajo, donde está la prensa, tenía su abuelo un merendero donde organizaba timbas memorables. Él ha acondicionado la cava para dar aperitivos de pie, cuando la situación lo permita.
«Esto es como una viña, hay que cuidarla», dice el viticultor metido a cocinero. Empezaron dando menús para abrirse camino, pero ahora solo trabajan la carta. Cuatro cosas sencillas, con buen producto y a precio ajustado les aseguran el libro de reservas lleno en temporada.
«Todavía no se cómo me engañó», aguijonea Maribel mientras sirve un valenciano y un escocés en la mesa de al lado. Cruzamos una sonrisa cómplice con nuestros vecinos. A ellos ¿quién les habrá hablado de La Cueva del Chato?
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