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guillermo elejabeitia
Lunes, 3 de octubre 2022, 01:58
Decía Epicuro que la clave de la felicidad está en acumular la mayor cantidad de experiencias placenteras y minimizar las que nos causan dolor. Se me ocurren pocos momentos que causen mayor placer que sentarse a la mesa del Kirol en buena compañía y disfrutar de esos níveos lomos de merluza, que en esta casa adquieren categoría de piedra filosofal. Al primer bocado, se alcanza esa imperturbabilidad que el griego bautizó como ataraxia. A partir de entonces, cualesquiera que sean sus problemas, quedarán aparcados a la puerta de la calle Bertendona.
Unos dirán que exagero y otros que me quedo corto, pero hay pocos restaurantes en esta villa capaces de ejecutar con la solvencia del Kirol el cánon clásico de la cocina, no ya vasca, sino bilbaína. Su seriedad -entiéndanme, que luego uno se parte de risa con los hermanos Zugazagoitia- a la hora de cocinar con fundamento un producto siempre superior, les ha granjeado la confianza del público y el respeto de la profesión.
Es el Kirol un lugar de ambiente mayoritariamente masculino, todo hay que decirlo. Si paseamos la vista por el comedor, dos tercios de la concurrencia luce traje y corbata. Uno los imagina ingenieros, economistas, abogados o banqueros, pero vaya usted a saber. Lo cierto es que, mientras mueven el bigote, su frente luce despejada, la carcajada fácil y el botón, desabrochado.
De su historia, primero en la calle Ercilla y ahora a tiro de piedra de la Diputación, se pueden contar mil anécdotas, pero seguro que Gorka y Andoni las cuentan mejor que yo. Solo decirles que en esas paredes llenas de recuerdos lo mismo se encuentra uno a Iñaki Azkuna que a Cantinflas, los dos con pinta de estar pasándoselo en grande.
En el menú, todo bueno, pero déjenme recomendarles, que a eso he venido. Una menestra excelsa, goxita y sustanciosa, de las que ya no se estilan; unos hongos recién cogidos, los primeros de la temporada, que emocionan hasta la lagrimilla, y esa merluza vestida de blanco y oro que no tiene parangón. En cuanto a la bodega, también muestra hechuras típicamente bilbaínas: riojaaltas, mugas, murrietas, continos, remelluris... Todas esas etiquetas que da gusto revisitar, a un precio que invita a pedir la segunda botella.
Por lo demás, mantel blanco, silla cómoda, servicio eficaz y hasta un pan que es todo currusco. ¿Qué más se puede pedir? Da igual que uno haya venido a cerrar un negocio, a celebrar con la familia, a ponerse al día con los amigos o a cortejar a la novia. Aquí se viene, sobre todo, a ser feliz delante de un plato.
La clave de pedir bien en un restaurante es, si se tienen dos dedos de frente, mantener una conversación con el camarero. Si además tiene uno la suerte de toparse de un tipo con las tablas, el savoir faire y la vis cómica de Gorka Zugazagoitia (derecha), miel sobre hojuelas. Sin desmerecer a su hermano Andoni (izquierda), un caballero de los que ya no quedan, pero ¡qué talento se ha perdido la escena! Un secundario de lujo de la historia de Bilbao al que da gusto tirar de la lengua.
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