La mejor parrilla de Getaria deslumbra en Cádiz

Evidentemente allí no se sirven ni kokotxas ni rodaballo –«porque no hay»– pero se aplica exactamente la misma filosofía que rige Elkano. Para explicarla podríamos disertar largamente sobre el concepto de 'terroir' marino o evocar la desnudez del fuego purificador, pero todo se resume en una máxima inapelable que Aitor aprendió de su padre: «tú compra bien e intenta no estropearlo». En ese «compra bien» hay implícita una relación de confianza mutua y sabiduría compartida entre pescador y parrillero que Arregi se ha esforzado por tejer a 1.000 kilómetros al sur de su casa.

El de Getaria se confiesa «emocionado» por la exuberancia que ha encontrado en aguas del Estrecho. «Es como si Noé hubiera dejado allí una muestra de todos los peces del planeta». Para llegar a aprovechar esa riqueza hasta las últimas consecuencias se hace guiar por lugareños como «Emilio, Martín, Alberto, Paco...». Esa actitud de humilde escucha es la que hace grande a Arregi. «Nosotros no hemos venido a enseñar nada, sino a aprender», repite. En sus restaurantes se muestra sin exhibir, se explica sin pontificar, se cocina casi sin elaborar. ¿Qué hace su propuesta tan vanguardista? Probablemente la mirada –ahí sí, típicamente cantábrica– llena de reciedumbre y austeridad que dirige a las costas gaditanas.

Si en su tierra trata de que el público vea más allá de kokotxas y rodaballo –«me niego a decir que son un lastre, porque son un regalo del padre, pero a veces impiden apreciar otras cosas»–, en Cádiz tampoco está dispuesto a caer en el tópico. Por eso renunció desde el primer minuto al atún en favor de otros pescados como el borriquete, la morena o el bocinegro.

Junto a su contramaestre Pablo Vicari –«otro regalo del padre»– pertrecha un menú que quiere ser «un paseo por los diferentes fondos marinos del litoral gaditano». En ese recorrido por la bahía hay momentos de relumbrón con productos muy apreciados, como la secuencia de gamba, gambón alistado y langostino o el ostión a la brasa con escabeche marino, pero donde brilla de verdad Cataria es al elevar lo que en la mayoría de las casas acaba en el cubo de la basura. Esa cabeza de jurela real –prima sureña de nuestro chicharro– tocada levemente por las brasas y servida con una invitación a comer con los dedos es sin duda uno de los momentos más memorables de la comida.

Hay algunos más. Como el suspiro de satisfacción que recorre la sala al probar una ortiguilla a la brasa que atesora todo el sabor a mar que seamos capaces de imaginar. O cuando, emulando la puesta en escena de las kokotxas en Elkano, sirve bocados de morena en diferentes versiones y la mesa se pregunta cómo un pescado tan feo puede saber tan bien. También ese marmitako de choco, que conecta definitivamente las tradiciones culinarias de norte y sur.

No es cuestión de destripar en estas páginas un menú que se disfruta mejor conjugado en presente y que casi con seguridad cambiará en cada nueva visita por el capricho de las mareas y la pericia de los pescadores. Solo hace falta sentarse a la mesa con la misma actitud de escucha que adoptó el guipuzcoano al desembarcar en otras latitudes. Al final resulta que el viaje de 1.000 kilómetros no le sienta nada mal al bueno de Arregi.