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Siempre que voy por Atapuerca me recuerdan que aún no aparecieron restos de fuego en las trincheras más representativas, esas que salen en el telediario y ante las que retratan a Arsuaga, Carbonell y Bermúdez de Castro vestidos de exploradores del siglo diecinueve, con calcetas de lana, botas y pañuelo de buscador de oro anudado al cuello, ¡qué tíos! Pero aquello es mucho más que la sima de los huesos o de los elefantes, pues el yacimiento se extiende por las laderas de la sierra como granos de una paella de conejo y pollo, repartiendo sus tesoros por doquier, para asombro de la comunidad científica internacional y los curiosos que vamos allá a entretenerlos y sacarlos de sus labores.
Este verano tuve la potra de conocer un yacimiento denominado 'la cocina', pues contiene rastros de papeo y guisoteo resueltos en los últimos diez mil años, en unas excavaciones que dejan al aire corrales, hogares en los que se rascó el culo del puchero, parrillas para asado y secado de carnes, partículas de pan carbonizado entre rescoldos y restos de todo lo que se metían entre pecho y espalda, huesecillos rechupados de ciervos, caballos y todo lo que aquella cuenca natural les sirvió en bandeja para su disfrute y supervivencia. Allá desenterraron a una criatura enterrada bajo un túmulo, en compañía de un ternero o una cabra, no recuerdo bien, y hay rastro de ganado estabulado, corderos y ovejas, que ordeñarían para elaborar cuajadas y requesones. Los más listos dicen que nuestra tolerancia a la lactosa se la debemos a los pueblos caucásicos, con los que folleteamos a lo largo de la historia para transmitirnos esa resistencia al yogur y al queso que ahúman en Aralar.
Pero no es oro todo lo que reluce, porque allá hay también individuos enterrados que no toleraban la lactosa y otros sí, y el consumo de leche, dicen, es una odisea de idas y venidas a lo largo de la historia que nos conduce irremediablemente hacia la intolerancia total, pues no hay más que entrar en un bar para contemplar ese esperpento de bebidas de soja, avena y arroz que acorralan a la leche de vaca, que sufre una irremediable condena.
No lo veremos, pero en los siglos venideros mermará la sesera y nuestros herederos sobrevivirán comiendo mierdas insufribles, ¡me cago en los exoesqueletos, en el homo protésico y la inteligencia artificial! Siempre me piro por los cerros de Úbeda, pero es que no hay restorán en la faz de la tierra al que pueda dedicar íntegros los cinco mil caracteres con espacios que les sirvo puntualmente, ya perdonarán. Despellejar platos no es mi fuerte y prefiero liarles la manta con mis ocurrencias que descifrarles las piruetas sobre el alambre de mis colegas cocineros.
Y les hablé de la cocina de Atapuerca porque a mi tocayo David Morrondo, sheriff de La Gavilla bilbaína, le da palo enseñarme la suya, pues dice que es pequeña y puesta a su antojo, sin chorradas, añado yo, la fregadera se funde con el fogón y los quemadores se zampan a los timbres de frío. En las baldas se acumulan trapos de cocina, botes y frascos de todos los tamaños, mientras en la freidora bailan croquetas y en una pequeña parrilla arde el carbón y permite que el cliente alucine con el gustillo de las brasas en las preparaciones. Asan entraña de vaca con piquillos confitados y jugoso secreto de cochino ibérico con pan refregado con tomate. Todo dios imagina que una cocina es un laboratorio y la hostelería nada tiene que ver con las instalaciones de María Martinón en el CENIEH. La mayoría de cocinas son chiquitas, abigarradas, y sudas tela marinera porque están en covachas llenas de tuberías bajantes, arquetas y currelas deslomados. Los fogones con chefs tatuados armados con pinzas son una fantasía de esas series del Netflix.
David es riojano, cabezón de pura cepa y entrenado en buenas escuelas, curró con estrellas del firmamento y se pasó una larga temporada en China forjando su paciencia para ofrecernos esta Gavilla de cocina simple de taberna con 'toque'. Recibe con buena tortilla de patata, la de siempre o picante, y exhibe dos panderetas de bonito Aguirreoa de Ondarroa que sirve a pelo o en tacos aliñados con cebolla roja y alegrías riojanas.
También monta pintxos para los más balas que chiquitean, trincan algo de morder y siguen su ruta, apresurados. Un cesto guapo de panes y un milhojas presiden la tasca, petada de señoras del barrio emperifolladas que empinan el codo con su abrigo de visón, si hace rasca, o ventiladas con dos trapitos de lino si aprieta Lorenzo. Todos echan mano a las especialidades más destacadas, queso trufado con sésamo y miel, ensaladilla con huevas de trucha, berenjenas con hoisin y yogur, guacamole con burrata, ensalada de tomate de Lezama con ajoblanco, langostinos picantillos con kimchi o una estupendísima costilla glaseada. Tienen quesos elegidos, tarta de queso al horno y bizcocho de chocolate fluido. Disfruten, que nos quedan dos telediarios.
Dirección: Calle Colón de Larreategui, 32. Bilbao. Teléfono: 94 425 68 38. RSS: @lagavilla_bilbao
Ensaladilla rusa: 15 €. Ensalada de tomate de Lezama con bonito, cebolleta y ajoblanco: 17,50€. Langostinos en tempura, kimchi: 19 €. Entraña marinada a la parrilla sobre piquillos confitados: 23 €..
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