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Puede que sea la única que persona que ha probado absolutamente todos los platos que han salido de la imaginación de Eneko Atxa, «experimentos incluidos», precisa. Además del chef, solo ella lleva en la plantilla de Azurmendi desde el primer día, mucho antes de que la guía Michelin le otorgara la primera de sus tres estrellas o de que la prestigiosa lista 50 Best lo situara entre los mejores restaurantes del planeta. Se llama Miren Yubero Yécora y para muchos quizá sea solo una discreta y hacendosa camarera, pero a través de sus ojos se pueden repasar algunos de los capítulos más brillantes de la historia reciente de la gastronomía vizcaína. «Es un pilar importantísimo de la casa que nos conecta con nuestros orígenes», dice de ella Atxa, con quien a estas alturas tiene una relación de confianza que roza lo familiar.
La fascinación que suscitan los chefs a veces no nos permite apreciar la labor de todas las personas que forman el delicado engranaje de la alta cocina. La voz agradable al otro lado del teléfono que toma nota de nuestra reserva, la cálida bienvenida de quien recoge nuestro abrigo, la mirada atenta de una camarera que no tarda en darse cuenta de que servidor es zurdo y a partir de ese momento, marca los cubiertos de forma distinta. Son esos pequeños detalles los que redondean la experiencia de sentarse a la mesa de un gran restaurante. «Esa capacidad que tenemos los camareros de hacer sentir especial al cliente», resume Miren, es lo que le hizo enamorarse del oficio.
Nacida en Eibar pero criada en Derio desde niña, dio sus primeros pasos en el gremio en el histórico Artebakarra. «Tenía 17 años y no quería estudiar, así que, como muchos otros, busqué trabajo en la hostelería». Entonces ni siquiera salía al comedor, su labor era fregar platos y ayudar en la cocina: «Lo de ser camarera ni me lo planteaba, soy muy tímida», se excusa. Después encadenó varios trabajos y llegó a tener un modesto bar en Derio, pero la exigencia de regentar un negocio propio le robaba demasiadas horas.
Su estreno en la sala llegaría ya en Azurmendi, a cuyo equipo se incorporó por mediación del bodeguero Gorka Izaguirre, tío de Atxa. «Solo me dijo que era un proyecto importante, que Eneko sabía muy bien lo que quería hacer y que sería algo distinto a todo», recuerda. Ella, embarazada de su hija Naia, dudó. «No tenía experiencia en algo así, pero tenía claro que quería trabajar, no me veía en el parque con el carrito».
Durante los meses previos a la apertura en 2005 se dedicaron a servir comidas a familiares y amigos con el fin de testar ideas y refinar detalles. «Eneko me impresionaba por lo jovencísimo que era, pero tenía las ideas tan claras que te ibas de cabeza con él». En el equipo había profesionales salidos de las mejores escuelas de hostelería del país. Ella, autodidacta, era una esponja: «Era todo tan distinto de los sitios donde había trabajado que cualquier detalle me llamaba la atención».
La vajilla, la cubertería, el planchado de la mantelería, la liturgia del vino, la cadencia del servicio, toda esa parafernalia que viste un restaurante de alta cocina se ha ido enriqueciendo con el tiempo, hasta alcanzar hoy un grado de sofisticación difícilmente igualable. Con todo, Azurmendi se esfuerza por transmitir una sencillez que derriba barreras: «Hay quien lleva meses esperando este momento y llega nervioso, tienes que conseguir que se relaje y disfrute».
Lo que más le costó al principio es paradójicamente lo que más le gusta ahora: «Hablar con la gente, acercarme a la mesa y entablar una conversación». Tardaría aún un tiempo en darse cuenta de que, para que los clientes se sientan cómodos, primero tenía que estarlo ella. Hoy esa interacción constante es el mayor aliciente de un trabajo donde la recompensa es inmediata. «La sonrisa cuando retiras un plato, los recuerdos que te transmite alguien que se ha emocionado, el abrazo que te dan al despedirse hacen que este oficio sea muy gratificante».
Cuando en 2007 llegó la primera estrella «no podía parar de llorar, eran lágrimas de alegría y de gratitud». Pronto llegarían la segunda y la tercera, elevando el nivel de exigencia en un equipo que funciona de manera «muy horizontal, sin demasiada jerarquía». Aquí ha tenido la oportunidad de trabajar codo con codo con profesionales de todo el mundo. Ella no habla inglés, pero eso nunca ha sido un impedimento para una persona que encuentra de forma natural otras vías de comunicación. Para cualquiera que haya pasado por la plantilla, Miren es una figura casi maternal, a la que muchos acuden en busca de consejo, desahogo o una palabra de cariño, cuando la exigencia propia del oficio aprieta.
En cuanto a la clientela, ha asistido a una evolución que discurre paralela al éxito internacional del restaurante. Las familias y los empresarios del Txorierri que poblaban el comedor original han ido dando paso con los años a un público mayoritariamente extranjero, que incluso vuela miles de kilómetros para sentarse a la mesa de Eneko Atxa. Miren es una todoterreno, pero le gusta encargarse de «los de siempre», esa clientela longeva que tanto cuesta construir en la escena gastronómica de altura y que Azurmendi sigue mimando como el primer día. «Hay personas con las que has compartido momentos muy importantes de su vida, que conocen la tuya y con las que acabas construyendo una relación que va algo más allá de lo estrictamente profesional». Para ellos, ver la cara de Miren cada vez que entran por la puerta es sentir que vuelven a casa.
Cuando Eneko se dispone a salir al comedor, ella se acerca discreta y le murmura un par de pistas al oído. Quizá el nombre de pila del cliente o algún detalle de su vida personal, que ayude a entablar conversación. El comensal, ilusionado, solo tiene ojos para el chef, pero es esta sencilla camarera la que acaba de provocar un momento memorable.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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