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Los últimos carboneros de la frontera
J. Méndez

Los últimos carboneros de la frontera

Bajo la sierra de Lokiz, en la muga con Campezo, un puñado de hombres mantiene el viejo oficio de cocer carbón vegetal, el mismo que alimentó el fuego de las acerías vascas. Hoy se usa en restaurantes y barbacoas

Viernes, 9 de agosto 2024, 18:53

Dos compactos penachos de humo blanco señalan, desde lejos, el lugar donde Jose Mari Nieva Fernández (64 años) azuza con su vara de matacán las enormes carboneras que ha armado junto a su vivienda. Un poco más arriba, donde termina el caserío de Viloria, pegado al camino que lleva a la parroquia de San Andrés y a la ermita de la Soledad, asoma el viejo y verde frontón de una pared donde envejece la placa que conmemora el rodaje, en este mismo lugar, de la película Tasio, aquel furtivo de Zúñiga que mostró al mundo el oficio duro y milenario de la fabricación del carbón vegetal.

Jose Mari gasta buzo mahón, visera verde de Repsol agro y botas negras de seguridad del taller de carpintería metálica de Murieta donde trabajó toda su vida. «El mejor calzado para este oficio era la alpargata de cáñamo. Ya conocí a uno que llevaba botas de goma con los pies destrozados por la goma derretida. Ahí dentro, la temperatura llega a los 400 grados. Un tío nuestro, que trabajaba en Altos Hornos, trajo un medidor y lo puso dentro. Ya le digo, 400 y pico de grados cogió», recuerda. «De cuatro kilos de leña sale uno de carbón», dice sin dejar de mirar el tiro de sus carboneras. «Ya estamos en vísperas de colgar los hábitos», sonríe.

J. Méndez

Es Nieva un hombre chaparro y fuerte entregado a una tarea inmemorial; tras el cristal de sus gafas asoman entre la humareda unos ojos grises, centelleantes como ascuas.

«Ya quiere, ya quiere...», se anima Nieva viendo que los enormes túmulos, más de seis toneladas de ramas recubiertas de negra tierra de las que saldrán unos 1.500 kilos de carbón vegetal empiezan a tirar.

En el rural, como se dice ahora, los santos marcan el calendario de las faenas. Lo suyo es que las carboneras comiencen a cocerse por San Pablo (es decir, a finales de junio) y que por Santiago puedan recogerse los troncos convertidos ya en combustible vegetal. A no ser que, como ha sucedido este año de lluvias cambiantes y «aguazones», el trabajo en las hogueras tapadas de tierra donde se cuece la madera se prolongue hasta bien entrado agosto. Nieva también es agricultor cerealista y criador de equino en los montes, trabajos prioritarios que anteceden en sus prioridades a las carboneras.

Igor Martín

Pero el alumbramiento de este carbón vegetal se gestó mucho antes. En el invierno se marcaron en los montes comunales de la sierra de Lokiz las partes que correspondían a cada vecino de Viloria. «Nos tocan tres suertes: una suerte de hogar, de leña para casa, que suele ser haya, y otra suerte de carbón, que siempre es encina. También nos ha tocado este año un trozo de monte para limpiar, como media hectárea. De ahí he sacado ramas de boj y matacanes (como llaman por aquí a los madroños), que dan una madera muy dura y un carbón que da muchísimo calor». Hubo que cortar, acarrear y disponer las maderas a la espera del tiempo oportuno.

Conocimos a Jose Mari Nieva esta primavera cuando mostró sus industrias a cocineros como Aduriz, Luis Lera, Aitor Arregui, Javi Olleros o Nacho Manzano que asaron unos choricitos con su carbón.

J. Méndez

Frente a la casa familiar, bajo un nogal y un enorme chopo de ramas chamuscadas («aquí, debajo de una buena sombra, puedes estar trabajando más bien que bien»), Nieva había dispuesto la madera con la aplicación de un castor y el orden preciso de un geómetra campesino. Esperó a que los calores fueran secando los troncos y miró cada amanecer al cielo. «En Viloria estamos tres que hacemos carbón todavía. Ahí donde se oye la motosierra están Miguel Landea y su hijo Arkaitz, que hacen muchos kilos. Yo aprendí con Ángel, mi padre. Tardé en ponerme a ello, de 20 años para arriba. Aquí hubo viviendo 48 vecinos. Muchos se dedicaban al carbón, que vendían en Araya y para las fundiciones de Vitoria. Le tengo oído a mi padre que aquí, a los que andaban al monte con el carbón, les dejaban una pieza para poner patatas y que tuvieran algo para comer. Eran tiempos muy duros».

Gracias a esas tareas desaforadas, de cuadrillas de hombres que vivían durante meses en chabolas en el monte cociendo carbón, se alimentaron talleres y acerías vascas. Usaban cientos de toneladas de combustible de encina para licuar el mineral antes de que se generalizara el uso de la electricidad en las fundiciones.

I. Martín

Nieva nos explica la arquitectura del carbón, el equilibrio de los troncos, de cómo poner las abarras (ramas secas de encina) por arriba y las arrucas, las piedras, tocando el suelo, como una suerte de aliviaderos para el humo, los cuidados para enfriar y azuzar las carboneras, las señales con que el color del humo avisa de la cocción. «El carbón empieza a hacerse de arriba abajo», señala Nieva.

A muy primera hora, antes de que abrase el sol y su aliento de fuego le quiebre las espaldas, arroja Nieva a su interior, para cebarla, trozos de haya cortados con la motosierra en el burro, un bastidor de madera. Luego vuelca paja seca por la boca de este humano y ceniciento volcán y más maderas de «encino», de «mayor consistencia».

La buena memoria de Emiliano

En esto asoma Emiliano Fernández Nieva (79), primo de Jose Mari. Emiliano fue uno de esos chiquillos que se echaban al camino para armar carboneras de 25.000 kilos. «Todo lo cargábamos y movíamos a mano. Rodábamos troncos. Las ramas mayores nos las echábamos aquí, al hombro, por lo más delgao para poder con más. La carbonera, de mitad para arriba hay que dejarla bien maciza. Una vez que prende esto –dice recorriendo con la vista sus ingenios– no se apaga hasta que la refrescas y la apagas tú. El mayor peligro es que, si cae una tormenta, se corra la tierra y que se queme en vez de hacer carbón».

I. Martín

Emiliano, memorioso, divertido y zumbón, nos habla de sus peripecias en Etxegarate, donde trabajó de pinche desde crío. «Aquí, en cuanto cumplías los años de la escuela, al monte. Desde el amanecer. Si tienes carboneras, estas no te avisan cuando se va a hacer un agujero y arder. ¿La vida en el monte? Íbamos al tajo por la primavera, dormíamos en chabolas con una manta y, para colchón, biércol o ramas de berozo (brezo). Teníamos un ranchero: desayunábamos una tajada de tocino en las brasas y trago de la bota de vino. Para almorzar, patatas con tocino y, para comer, alubias. La primera chabola la hice entre Zúñiga y Galbarra, con otros tres, dos hermanos y el difunto padre. Luego a Etxegarate, por donde están los hoteles, el Ongi Etorri y el Buenos Aires. Cuatro mesicos echamos allí, en una varga. Sólo bajábamos una tarde al mes, el domingo, a merendar a Alsasua, a Casa Benjamín. Lavábamos la ropa en el río y allí nos bañábamos una vez a la semana. Desde entonces como habas txikis. Son salud. El pan nos lo dejaban colgao en una rama. Entonces había más hambre, pero se robaba menos que ahora», ríe.

Sigue el bueno de Emiliano contándonos historias y alguna penuria (dejó el monte y sumó 44 años en Aceros Ugarte, de Vitoria) en el patio de los Nieva. Jose Mari bebe clarete Bodaño, de Alcanadre, en un porroncito mientras almorzamos embutido con las hermanas. Fuera, los penachos de humo indican que las carboneras, que alimentarán parrillas y barbacoas, siguen su tarea milenaria.

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