Aquí dentro las cosas han cambiado muy poco desde los romanos. La tibia atmósfera, mezcla de vapor y de la oleosa y tibia pasta de aceitunas, lo envuelve todo. Estamos en el corazón del trujal de Lanciego, en el último confín de Rioja Alavesa.
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Los vecinos van arrimando al ingenio sus tractores, veteranos John Deere y Massey Ferguson 247, cargados con kilos de moradas aceitunas que acaban de recoger, de ordeñar a mano, arrancándolas de los gélidos olivos centenarios que todavía crecen en cunetas, corros y ribazos. Supervivientes, al cabo, de un tiempo en que fueron arrancados a destajo para plantar viñas y su vieja y recia madera empleada como leña y para tablillas de parqué.
Hace frío. El aliento se escarcha en la boca. Es tiempo de aceitunas. José Roitegui Compañón (71), buzo verde, pelo canoso y gafas metálicas, dicta rápido su diagnóstico. «Este año hay poca oliva», cabecea. «En mayo hizo mucha calor y nos jodió la flor. Yo tengo cuatro cachos heredados, por lo menos, de mis tatarabuelos: Las Rozas, El Somo, Las Majadas y el Prao, que está ahí, donde Cripán. Este año da pena verlos a los pobres, pero vaya, algo haremos».
Los olivos son de la variedad Arroniz, la que mejor se adapta a las condiciones de esta tierra de frontera, en el límite de cultivo. Se han tallado durante decenios para que crezcan chaparros, como macizos bonsáis, para que familias enteras puedan llegar a las aceitunas con solo estirar los brazos, gracias a una poda que por aquí llaman afrailada.
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Antes de traerlas a la almazara municipal para trujalarlas, los vecinos de Lanciego han limpiado a conciencia las aceitunas en casa, haciéndolas rodar por la zaranda, una criba inclinada de madera por cuyas rendijas caen hojillas y ramas. Toño Ansotegui maneja ya la báscula Arisó y anota los kilos de cada uno: Alberto Martínez de San Vicente, 300. Elena Zufiaurre, 500. Javier Compañón, 450. Belén Iradier, 200. Los vecinos siguen midiendo la cosecha por cestos.
Los cargamentos de olivas, enjutas, violáceas, se depositan en una tolva que desemboca en el trujal. La almazara es una joya industrial, de cuando los oficios poseían aún dimensión humana. Estamos en los sótanos de una antigua casa de piedra cedida al pueblo por Eustaquio Álvarez de Eulate en 1913. Bajo los imponentes arcos de piedra se despliega la maquinaria Marrodán y Rezola (Logroño), similar en esencia a la empleada por griegos, romanos y árabes. A Eustaquio sus vecinos le llamaban 'El Fraile' por su aire solitario y su pasión por los libros. Al morir sin descendencia, la casona con su trujal, su bodega y el manantial que servía para mover el ingenio, pasó a ser del ayuntamiento.
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Desde entonces, los naturales de Lanciego con olivos pueden traer a trujalar aquí sus aceitunas. Pagan una pequeña cantidad por la molienda (del orden de 25 céntimos por kilo). A cambio, reciben luego el aceite comunal en garrafas de cinco y de un litro. Dependiendo del año, nos explica Toño Ansotegui, «suelen salir 23, 24 o 25 litros por cada 100 kilos de aceituna». «Pero es un aceite superior», señala.
«El mejor del mundo. Le echas a la sartén un poco y te aumenta el doble de la que compras por ahí. Y para la ensalada es como mejor sabe. Aún seguimos recogiéndolas a mano, aunque hay vecinos que usan vareadoras y ponen redes en el suelo. Antes, con mi padre, las recogíamos todas, aunque estuvieran en la escarcha. Que se hacía una ganchera de la leche... Sí, se te quedaban los dedos agarrotados del frío. Poníamos un balde de lumbre al lado para entrar en calor. El aceite se llevaba a casa en pellejos y se guardaba en tinajas de barro, que no se limpiaban. Con los restos y con lo que quedaba de freír, las mujeres hacían jabón con sosa cáustica. En casa tengo todavía unas cuantas piezas que hizo Julia, mi difunta madre. Por lo menos tendrán 20 años. ¿Quieren verlos?» Y el bueno de Roiteguimarcha hasta su casa y regresa con dos toscos y hermosos tochos de jabón «estiloLagarto». «Hay un señor de Bilbao que lo lleva para lavarse, dice que le va muy bien para las lesiones de la piel», confía.
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El trujal da empleo temporal a tres vecinos: José Gutiérrez (62), José Luis López y Taurit Hammouri (42). Este año molerán apenas diez días. Dos enormes rulos, piedras troncocónicas de granito con alma de hierro que ruedan sobre otra flotante, giran y machacan sin descanso las aceitunas que caen por un enorme embudo que llaman tramoya. La antigua y sabia palabra alavesa, de origen latino y que remite al mundo del teatro, viene de 'trimodia', vasija de tres modios (26,25 kilos) de capacidad.
Tras ese movimiento hipnótico, la pasta, con ayuda de Toño Ansotegui, llega al empedro, un lagar de granito donde otra rueda la bate. Un buen hilo de aceite filtrado cae ya a los depósitos. La pasta resultante se embute, a pura fuerza, en 44 capachos de policoco venidos del Sur. «Antes eran de esparto», recuerda Ansotegui. Se pasa un vástago metálico por la mole, la prensa hidráulica arranca y, por fin, asoma «la flor de aceite», verdosa por la clorofila. El chorro cae a las glorias.
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Después de esa primera prensada los 44 capachos se escaldan para obtener más aceite. El óleo limpio acaba en unos depósitos de inoxidable. Las impurezas caen al fondo. El alguacil sangra los contenedores para eliminar la hez. La costumbre mandaba trujalar por la Purísima mientras que el reparto entre el centenar de familias que aún participa de este rito comenzará en mayo y se hará en cántaras (16 l.)
«Antes, por la Purísima se sorteaba el orden. Cada familia venía con sus aceitunas y hacía lo suyo, limpiaba el trujal y lo dejaba preparado para el siguiente. Eso cambió, pero seguimos trujalando. Es una cultura del pueblo, una forma de vida. Recuerdo cuando, después de la Guerra, venían los de Abastos a requisar el aceite. Mi abuelo, que fue alcalde, decía que no había nada. 'Vamos a pasar más hambre...' Y habíamos llevado, por si acaso, los pellejos a esconder a cuevas en el campo para que no se lo llevaran. En tener aceite nos iba la vida», suspira Alberto Martínez de San Vicente (72), que ha traído su remolque a pesar junto al enorme mural de coloridas abubillas con cresta. (Los de Lanciego son 'bubillos'. Otra historia).
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«A un árbol que está ahí antes de que tú nacieras, tienes que respetarlo como a un dios», le confesó Ricardo Pérez de Azpillaga Calleja a Fernando Martínez-Bujanda (autor de 'El olivo de Rioja Alavesa: un compañero centenario'). Y es la verdad.
En la calle Mayor, un chaval corre con una untada, rebanada con aceite recién trujalado en la mano y Elena Amestoy (60) atiende el bar que lleva su apellido. Y, sí, son primos del televisivo Alfredo Amestoy de los Botejara, cuyas raíces familiares se hunden en estas «Alpujarras alavesas», como las retrató con precisión el viñador Roberto Oliván, del Escondite del Ardacho.
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Elena siempre cocina con aceite del trujal. «Uso mitad y mitad, Por eso sale tan buena la tortilla. ¿Le pongo un pinchito para probar?», sonríe. «¿A qué está rica?Mire. Aquí en el bar hemos hecho catas a ciegas con varios aceites y la nuestra siempre gana», dice. «Hace 40 años había que abrir las ventanas al freír; era aceite sin refinar. Hoy es otra cosa. Le da un sabor especial a las cosas y, además, es nuestro orgullo».
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