La historia de una ciudad puede escribirse siguiéndole el rastro de azúcar a sus paisanos. Esa identidad golosa, esa suerte de patria de masa quebrada y azúcar glas está conformada por nombres que tejen un vocabulario propio y solo al alcance de los iniciados.
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Para ellos, la Carolina no es ni una princesa monegasca ni un estado norteamericano y, menos aún, un poblado minero de Jaén. El jesuita, con su hábito de colores, no lleva tonsura ni comporta mayores ejercicios espirituales que los requeridos para llevarlos de una pieza a la boca. Los rusos no usan en esta geografía gorros de astracán sino que son una ligera nube de puro merengue. Los financiers, los éclairs, los petits choux y los savarins… son gollerías afrancesadas y las trufas no se rallan sobre huevos sino que se colocan en el paladar con la delicadeza de una golosa comunión… Bollos de mantequilla, pasteles de arroz, chuchitos, goxuas, suflés, tartas y pasteles, hojaldres y ponches, mokas y mascotas, macarrones, juanitas, suspiros, polkas, orejas, cubitos, lenguas de gato, capuchinas, canutillos, panellets y txintxortas, pastas de té, vasquitos y nesquitas, cruasanes, turrones y pralinés, milhojas, roscas de Reyes, torrijas… y hasta tartaletas de espinacas trazan la singular geografía de este mundo dulce que palpita en alambicados escaparates.
«Un dulce es un premio», argumenta José Manuel Angulo (68), el presidente del Gremio de Artesanos de Confitería y Pastelería de Vizcaya, organización que luce una Carolina y un rodillo de amasar en su historiado escudo. «Y el rey de la pastelería es el hojaldre», presume. Angulo aprendió el oficio con 14 años junto al maestro Felipe Zorita, nacido en la calle Cuchillería de Vitoria y con obrador en la calle Gordóniz. «Esto es un oficio manual, somos artesanos, maestros pasteleros. Nuestro trabajo está hasta en el lenguaje diario: ¿a quién le amarga un dulce?», sonríe mientras nos muestra una enorme Carolina de merengue tostado que acaba de tornear en su obrador de Alameda de Urquijo, un cofre del tesoro para lamineros y golosos. Una perita en dulce, vaya.
Sostiene Angulo que, en estas latitudes, la pastelería va de la mano de los históricos cafés y del cumplimiento del precepto dominical bajo las arcadas de los templos. Tras la misa, siempre la visita a la pastelería para portar con orgullo las dos docenas sujetas por la fina y distintiva lazada durante el posterior paseo. Y en las masculinas y conversadas tertulias de los patrios cafés, junto a la taza con la infusión caribeña o el chocolate, la preceptiva tostada u hojaldre, cuando no aquel agua, azucarillos y aguardiente de la zarzuela, «donde el azucarillo, lejos de ser una de esas piezas rectangulares de azúcar prensado que conocemos hoy, era una pasta hecha con almíbar, clara de huevo y que, en ocasiones, llevaba zumo de limón, que se disolvía en el agua y se tomaba como golosina», explica Manuel Angulo, el don Hilarión de esta representación.
Los pasteleros, posiblemente, constituyan la parte más científica o alquímica de la alimentación ya que en sus fórmulas magistrales todo debe estar pesado y medido al detalle. De otro modo, las reacciones propuestas no se coronarían con éxito. Son también custodios de una ciencia y de un oficio singulares.
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«La cocina es un arte, la pastelería es una ciencia». Luis López de Sosoaga (71), presidente del gremio alavés, a quien conozco desde que era becario, me descubre la importancia de las confituras de Vitoria, citadas ya por el Arcipreste de Hita. Jaleas, confites y dulces de membrillo están en la base de la pastelería alavesa. López de Sosoaga describe con pasión ese antiguo «mundo de fantasía», los 36 puntos distintos en que puede elaborarse y presentarse el azúcar (hebra fina, globo, espejuelo, bola, caramelo rubio…) y un pasado que, como en las tartas, se esconde bajo capas y capas de almíbar.
«En 1612 aparecen en Salvatierra las primeras referencias a nuestro oficio. Los confiteros pertenecían entonces al Gremio de Cereros, los que hacían velas. Chocolateros, cereros y confiteros trabajaban en lo mismo. Y era un gremio importante, hacia 1901 hay censados 107 establecimientos en Vitoria», precisa. Lo suyo entonces eran las jaleas, de manzana y de membrillo, conservas azucaradas elaboradas con los zumos de esas frutas, que se transportaban primero en cajas de madera y, luego, de brillante latón dorado. La familia Sosoaga remonta sus antecedentes en el oficio al año 1868, asentados en Salvatierra. En sus obradores trabaja ya la quinta generación de Sosoagas confiteros artesanos. «Antes, la pastelería estaba relacionada con la Iglesia y con los santos. Todo se celebraba con unos dulces. Frente a cada iglesia, siempre había una pastelería», añora desde su tienda del centro de Vitoria, a un paso de la Virgen Blanca y muy cerca de San Miguel y de San Pedro.
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Con Sosoaga pronunciamos nombres como La Peña Dulce y Alberdi, Txistu, Los Artesanos o mi familiar Guereñu y, en especial, Confituras Goya y sus trufas, sus vasquitos y nesquitas, goyescos y goyescas, kirris, bocaditos y frutas escarchadas, auténtico recuerdo para visitantes. Sus cajas metálicas con escenas de festivas romerías cobijan aún en muchas casas tanto fotografías como hilos, agujas y juguetes y su interior desprende un aroma melancólico... «Las ciudades se conocían por sus dulces», dice el alma del goxua, portavoz de una familia y de un oficio que ahora prepara «tentaciones» sin azúcar para diabéticos en un mundo donde la industria alimentaria, para su desgracia, enmascara glucosa en cualquier parte...
En Bilbao, Manuel Angulo nos llama también la atención (y a ello no son ajenos los propios pasteleros) sobre cómo las golosinas conforman y se amoldan al calendario. Desde la Rosca de Reyes como él la llama a los turrones navideños de diciembre, dejando entre medio un reguero de preparaciones como las roscas de anís de San Blas y sus obligados caramelos de malvavisco, las torrijas o tostadas de Carnaval, las txirloras por San José, los huevos de Pascua, el pan dulce relleno de huevos cocidos, las cocas de San Juan, la baldosa de Bilbao, la tarta Virgen de Begoña para el 10 de octubre y vuelta a los turrones y sokonuskos... «Los dulces marcan nuestro modo de vida, nuestro calendario», resalta Angulo.
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¡Ah! Aunque uno es más de 'salao' entiende el hipnótico poder que ejercen sobre algunas almas esos pasteles de arroz tibios, las palmeras de chocolate o una buena tarta ácida y fría en el verano. Confieso que solo hay una pieza que me mueva a desplazarme en su busca: el cruasán algorteño de Martina de Zuricalday que tomo en el Bizargorri Éclair de Getxo Kaia antes de salir a navegar... Vale, también las pastas de piñones de Arrese y Goya. Y las torrijas de La Suiza... Pues eso, que todos tenemos una identidad golosa. Solo se trata de descubrirla...
Como las historias, convertidas en ocasiones en leyendas por el paso de los años que relatan el origen de la Carolina (nombre de la hija de un pastelero de las 7 Calles), de los pasteles de arroz (al principio estaban rellenos de arroz con leche; hoy, de una crema de mantequilla, azúcar, huevos y leche aunque Bizkarra usa harina de arroz en los suyos) o del bollo de mantequilla (adaptación de los suizos de leche importados por los primos suizos Bernardo Pedro Franconi y Francesco Matossi, según explica el patrón de Don Manuel). En el origen del ruso estuvo el pastelero de la emperatriz Eugenia de Montijo, consorte de Napoleón III, que lo inventó para agasajar al zar con esas capas de merengue y crema de mantequilla... Y podíamos hablar de las degustaciones (las señoras no entraban en los cafés ni en los bares), invento del cafetero Legarreta para introducir en los 70 a las mujeres en este mundo. Daría para una dulce enciclopedia, la de Charlie y su fábrica de chocolate.
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