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El sueño nórdico de un chef de Santurtzi en el corazón de Bizkaia
Maika Salguero
Jantour

El sueño nórdico de un chef de Santurtzi en el corazón de Bizkaia

Tras 25 años por el mundo, descubrió su espacio en un caserío entre pinos. Junto a su esposa dedicó los dos años de pandemia a armar un sueño boreal en mitad del bosque

Viernes, 29 de noviembre 2024, 19:05

Fue una visión, una de esas revelaciones capaces de alterar una vida. «Trabajaba de cocinero en la ciudad danesa de Slagelse, en la isla de Zelandia. Era un empleo estupendo en el restaurante Cava: 37 horas de convenio, tres días de trabajo y otros tres libres. Ese sistema nos permitía viajar mucho; cogíamos el ferry y pasábamos a Suecia. Un día, paseando por el bosque, vimos un edificio negro, todo entablado en madera». Fernando González Tena (52) mira a su esposa, Katy Ovenko (38), ucrania de Ternopil y una de aquellas niñas que recalaron en Euskadi tras Chernóbil.

  • Dirección Barrio Aldana, 29 (Amorebieta-Etxano).

  • Teléfono 946672112

  • Web larevelia.com

Estamos sentados frente a una restaurada mesa de obrador de panadería, en un salón de aires boreales, en el interior de su casa, una construcción singular, de formas orgánicas, de esas que gustan a los arquitectos. Guardan silencio unos instantes, se miran a los ojos y, en sus mentes, reconstruyen el instante de aquella epifanía. «Era un edificio igual a éste, en medio de un claro en el bosque, entablado en madera negra. Era una guardería», dicen. Aquella imagen les acompañaría durante años.

Caserío Azkarraga, Ligado a la familia Eizagirre (Azurmenditarrak) que lo habitó en tiempos. En las fotos, aspecto del caserío y de la saga donde aparece la madre del chef Eneko Atxa así como su tía y varios primos.

En 2017, Fernando González y Katy Ovenko, que habían regresado a Euskadi y gestionaban el Koken de Quintana, la pizzería El Trozo y El Depósito de la calle Villarías y tenían a sus tres hijos estudiando en la ikastola Lauaxeta, tropezaron con el caserío Azkarraga en uno de sus paseos de prospección. «Eran 22 hectáreas de pinares propiedad de Maderas Zallo, llenas de zarzas, y un caserío abandonado. Llegabas hasta aquí y se acababa la carretera. Mirábamos caseríos por la zona de Amorebieta porque hay mucha empresa y un índice de paro bajísimo», dice González Tena. Poco tiempo después, en 2019 y con muchas ideas bulléndoles en la cabeza, decidieron ofrecer los negocios de hostelería que regentaban a los trabajadores. «Tuvimos suerte porque vendimos justo antes de la pandemia y nos habíamos planteado tomarnos dos años sabáticos; dos años que aprovechamos para levantar La Revelía con nuestras propias manos», dicen.

Lo primero fue talar los pinos madereros. Con la madera resultante (y que ellos mismos trataron; tenían la ventaja de que el padre de Fernando trabajó 50 años en una fábrica de aluminio donde era el encargado de comprar maderas, por lo que algo sabía de la materia) revistieron, forraron el caserío Azkarraga. «Podíamos haber hecho un baserri, porque teníamos autorización, pero hubiera sido uno más. Decidimos conservar parte de las piedras y levantar una edificación como la que contemplamos en aquel paseo en Suecia», rememora.

Katy Overko (38) y Fernando González (52) junto al cerezo centenario que custodia La Revelía, el hotel, casa y restaurante que construyeron en pandemia con sus manos. M. Salguero

Prepararon unos «enormes pesebres de cinc» donde empaparon en líquido de tratamiento los listones de pino de la serrería. «Hicimos hasta las mesas. En Dinamarca nos llamó mucho la atención que todos sus productos, desde un mueble a unas zapatillas, elaboradas en el país, se presentan con una banderita, indicando el origen. Allí, lo suyo es siempre lo primero, promueven la identidad local. Ese orgullo aquí se ha perdido», indica el cocinero.

Revelía, rebeldía

En el camino de la reconstrucción (y cómo lo lamentan ahora) fue derruida una construcción aneja que albergaba un horno de pan. Tras talar los pinos, que van a ser sustituidos por robles y huertas, un enorme y centenario cerezo encaramado a una loma vigila esta suerte de granero bicolor, negro y dorado, que es La Revelía. El nombre también tiene historia: «Oímos la palabra en Oporto; allí, cuando los niños se escapan o se esconden, dicen que están 'a revelía'. Nos encantó la palabra y la idea que sugiere», sonríe Katy Overko.

Mireya López

Del diseño se encargó Babel Estudio, logrando un espacio autorregulado por geotermia («por inercia se mantiene a 20º») que no precisa calefacción ni aire acondicionado, tareas que asumen una serie de tubos que perforan la superficie y capturan el calor del subsuelo. «Es una construcción discreta, pero muy integrada en el entorno», nos explica González Tena mientras recorremos las cinco habitaciones del hotel rural y restaurante, la piscina climatizada del entresuelo, el comedor (nos quedó pendiente la prueba definitiva), la cocina donde se procede a la producción del menú degustación (75 €) y la carta.

Verduras ecológicas de Munguía, Pochas tiernas en salsa verde con almejas, Arroz cremoso de pichón y trufa, Merluza en salmuera, su demi glace y pilpil de sus cabezas.

«Son precios ajustados; hay que ser muy honesto con el consumidor; no doy gamba de Palamós porque tiene un precio imposible, pero sirvo un buen alistado de Huelva», enfatiza el cocinero. Al ojo nos llama la atención el pichón catalán de Lompre, con trigo y fresa; el solomillo de corzo, las setas y hongos que recolecta en el entorno el propio cocinero, la carne de Okelan («no es la más tierna, pero sí la que tiene mejor sabor») y esas lubinas «jamás de piscina; se nota tanto», como dice González, que les hacen llegar pescateros de confianza.

«Han venido a comer aquí hasta en helicóptero. Como no hay cables», dice. En este cerrado paraje al que han ayudado a dar vida, se oyen el ulular de los búhos y el latido de la Naturaleza.

Con más de 25 años de experiencia en restaurantes de todo el mundo, Fernando González prepara una pieza de carne en la cocina de La Revelía. M. Salguero

El chef me habla de su vocación, del deleite que experimentaba su abuela Dolores Díaz cuando disfrutaba del arroz caldoso con patas de pollo que ella misma preparaba en Santurtzi. «Lo comía con tanto gusto», recuerda, que aquel gesto feliz desencadenó su oficio. Estudió con Luis Irízar, hizo un máster en el CETT de Barcelona y se empleó en Els Quatre Gats. Pasó por El Celler de Can Roca, donde se hizo amigo fraternal de Salvador Brugés, que le contagió el gusto por la cocina mediterránea del mar y montaña y ese «menos es más» de Mies van der Rohe que es su primer mandamiento. Luego, la cocina burguesa de Via Veneto, viajes por el mundo y, rumbo al Norte, a Dinamarca. Conoció a Katy, que estudió Traducción y Dirección de Empresas, en Hondarribia, donde veraneaba la familia de Irún que la acogió. «De los españoles me sorprendió la mímica exagerada al hablar y que fueran capaces de comerse los chipirones en su tinta», recuerda.

El proyecto de La Revelía, con ese aire de los Aalto, Saarinen o Koolhaas, se exhibió en la sede del Colegio Vasco Navarro de Arquitectos. A mis ojos se aparece como una cuidada bombonera en mitad de la Bizkaia más profunda.

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