La croqueta, ese oscuro objeto del deseo, diríamos. Crujientes por fuera y cremosas por dentro, humeante plato de aprovechamiento que ha dado lugar a escenas como la que me relata Gorka Petralanda (49), cocinero del Indusi. Tenía doce años cuando hizo su primera besamel junto ... a su amama Emilia, un lejano verano en Friales de Losa, donde pasaba las vacaciones. Aún hoy replica aquella antigua receta y hasta la forma redonda y el abundoso tamaño que formaba la abuela, pero su recuerdo (y su deseo) se van a la bandeja donde se dejaba reposar y enfriar la masa para que adquiriera su singular consistencia. Que tire la primera piedra quien esté libre de haber pecado rebañando una nuez de aquella pasta iniciática cada vez que pasaba junto a la fuente, como hacía su hermano Aritzeder. «Era el mejor bocado del mundo», suspira. Me adhiero.
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Las domésticas croquetas, plato casero y de hogar donde los haya y triunfo seguro en la hostelería de barra y de mesa y mantel, dan para mucho. Aperitivo de fundamento, plato de resistencia y triunfal bocado ante cualquier imprevisto, fruto antiguo del aprovechamiento de carnes de cocido, jamón o huevos cocidos, sus fórmulas y la paciencia necesaria para crearlas transitan aún por los calendarios con un sello indeleble y se han convertido en piedra de toque de muchas cocinas. El secreto, aseguran los profesionales, son las horas que se pasan batiendo la bechamel al fuego, bullendo leche, mantequilla y harina en alegre comandita.
Gracias a estas oblongas frituras descubro a Ángel Gorostiza Lazcano (63), antiguo comercial de Basterra y patrón de Lautxo, esas tres tiendas de Bilbao con logo color yema ante las que se forman colas kilométricas en Navidades. Este pasado diciembre produjeron 55.250 piezas, que ya son croquetas para freír.
Gorostiza, que vende a numerosos restaurantes y baretos de postín en envases sin marca (lo que permite a muchos hacer pasar por propias las croquetas que adquieren a Lautxo) me regala una anécdota que ejemplifica como pocas la humildad. «Fui un día con mi hijo al Rotter y pidió croquetas. Me dijo 'papá, estas están mejores que las que haces tú'». El bueno de Gorostiza calló (y calla aún su secreto ante el chaval). El Rotterdam, sí, emplea las croquetas que salen de su obrador de Prim. Como otros muchos. Eso es instinto paternal.
Las suyas son piezas de 40 gramos (de bacalao, de carne, de hongos, jamón, huevo, chorizo, txipirón y así hasta 18 variedades) que se venden a 13,90 € el kilo, independientemente del sabor y del relleno. «Siempre quise que el cliente pudiera elegir, como en una pastelería. También somos pioneros a la hora de presentarlas en cajitas de cartón», dice al tiempo que me confía que tuvo que vender su casa para poder comprar el local de la calle Fueros a los hermanos Zorrilla, a quienes agradece que le dieran «la oportunidad» de poner en marcha el negocio con el que llevaba años soñando. «En el año 1985, en mis viajes a Barcelona, vi que en las paradas vendían croquetas de bacalao. Aquí no había». Se le encendió la bombilla.
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Y me cuenta otro detalle, la crujiente cubierta tras la fritura corresponde a un pan rallado especial que desarrollaron con la colaboración del Centro de Investigación Marina y Alimentaria AZTI. Es importante, señala también Gorostiza, que la besamel sea muy blanca, nívea. Usa leche fresca Lactebal de Kaiku, «que tiene más grasa», harinas de fuerza y una margarina «muy suave» que altera la receta canónica con mantequilla, nos explica este hombre que emplea a 29 personas (once, en el obrador) y entra a trabajar a las cuatro de la mañana para poner en marcha un par de ollas Majestic que se encargan de guisar un cocido tradicional cuyas carnes acabarán luego en las croquetas.
La bechamel, por cierto, leo donde McGee, es apellido de gastrónomo galo (del duque Louis de Béchameil) que ha pasado a la historia por esta clásica salsa de leche espesada con el almidón de la harina y el uso de mantequilla. Ángel Gorostiza me habla de su «gran maestra», Miren Itziar (del bar Patxo y hermana de la añorada Miren Itziar de Atxuri, 17: una era Miren, la otra, Itziar) que preparaba la masa de las croquetas midiendo las cantidades a ojo... con gran éxito de crítica y público. Con Gorostiza aprendo que las croquetas son matemáticas, pura repetición. Él, que conoce bien a Pedro Lezama, padre de Joseba, lugarteniente vizcaíno de Berasategui, porque le compraba kilos y kilos de bacaladas para los concursos, fue a Lasarte a aprender. Allí pasó unos días aprendiendo de Martín Berasategui el método para replicar con exactitud el proceso de la bechamel perfecta, de la masa de las croquetas triunfadoras.
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Como las del Indusi, añadiría, donde las fuentes de croquetas (de hongos y de jamón) brincan en la barra y en las mesas.
También son referencia (seguro que ustedes tienen sus favoritas y repito que sobre gustos no hay disputas) las que fríe la gente de Óscar García en el Txakoli Simón. En verano sacan unas 50 raciones diarias, lo que vienen a ser 600 piezas. Y esa es la medida que preparan: 12 litros de leche del día Kaiku, 1,5 kilos «de buen jamón ibérico», 1,2 kilos de mantequilla y otro tanto de harina, que es la fórmula tradicional. Compró el rugbylari García una máquina capaz de bolear mil croquetas a la hora, que la gente que sube a Artxanda acude con apetito voraz. «La nuestra es una croqueta artesana, casera. Ángel nos ofreció las suyas. Lo que hace en Lautxo es increíble, porque el de la croqueta no es un mercado nada fácil», se admira García.
Uno de los garitos recién abiertos en la Villa tiene en las croquetas de cecina de León y queso Parmigiano Reggiano recubiertas de auténtico Panko japonés, una de sus piezas de convicción. Hablamos de Jose González, el cocinero viajero de Kantal (en Sarriko) con 30 años de oficio a las espaldas. Las tiene en carta y nos comparte sus secretos: mezcla mantequilla y aceite suave y usa, además de leche de vaca, leche de oveja, más grasa «y con una suavidad y cremosidad que se nota en la masa». Le sale tan ligero el relleno que tiene que usar gelatina (colas de pescado) para poder bolearlas en condiciones.
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A ver. Podíamos pasar horas matizando. Pero cuando me acerco al Odoloste y le pregunto a Igor Agirre por sus croquetas el de Urduliz me enseña una sin lácteos, hecha con rabos de cerdo y de vaca, guisados durante horas, desmigados luego y cubiertos de sofrito de cebolla y pimientos rojos confitados, una emulsión de la anaranjada cúrcuma y flores. La otra se presenta en un vaso de chiquitero y lleva txitxikis de cabezada de buen cochino («lo que en España llaman la orza») adobaba en ajo, choriceros y pimentón con una espuma de besamel que parte del roux clásico de mantequilla y harina tostada. «Son versiones actualizadas de las croquetas», apunta Agirre.
No quiero olvidarme de las que hace Arguinzóniz en Etxebarri, ligerísimas, y asadas en la parrilla de leña. Otra galaxia. Y acabo con las de Unai Fernández de Retana en El Clarete vitoriano. Las de hongo y txipirón son triunfadoras. «En casa somos muy croqueteros. Lo suyo –dice– es comerlas de dos bocados». Ñam, ñam.
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