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Jesús Mari Ganuza (73) en la viña de Orbiso (Montaña Alavesa) plantada después de la guerra por su padrecon la botella número 1 del vino elaborado por Saúl Gil Berzal (43) tras recuperar el majuelo alavés. Igor Martín
Orbiso, el primer vino de la Montaña Alavesa

Orbiso, el primer vino de la Montaña Alavesa

Las botellas de la frontera. A los 75 años de ser plantada por Olegario Ganuza, navarro que emigró tras la guerra a la muga alavesa por amor, una viña enclavada en un paisaje mágico, regala el milagro de un vino imposible, un tinto en el límite

Viernes, 29 de diciembre 2023, 18:50

Olegario Ganuza Marquínez, labrador nacido en Etayo, llamaba El Gurugú a este teso que se yergue en las afueras de Orbiso, la colina donde plantó sus viñas y sus sueños. Lo bautizó como el monte desde el que se divisa Melilla y la Mar Chica en recuerdo de los años que pasó en la guerra. Y fue la Guerra Civil la que estuvo también en el origen de un vino imposible.

Olegario, navarro fronterizo, hizo buenas migas durante la contienda con Víctor Fernández de Gaceo y, un buen día, se acercó hasta Orbiso a visitar a su camarada. «Entonces se topó con la Gabina», dice su hijo Jesús María Ganuza Uriarte (73). Algo sucedió entre ellos y Olegario siguió visitando Orbiso de forma asidua. «Mi padre decía que venía a cazar», sonríe Jesús Mari. Era una excusa. Al final, Olegario se casó con Gabina Uriarte y se mudó a este pueblo en la muga de la Montaña Alavesa con la comunidad navarra. En 1945 el hombre plantó, frente al barranco de Ístora, varias decenas de viñas de distintas variedades traídas de Navarra en las dos laderas de este montecito con espectaculares vistas: Costalera y la Sierra de Codés al frente; por el otro lado, Urbasa, más lejos, la sierra de Lóquiz, el León Dormido, el cauce del río Rosaria, el robledal que oculta las ruinas del monasterio de Piérola y las abruptas laderas de la quebrada.

Olegario Ganuza fotografiado en la viña que plantó en 1945 y que, recuperada, ha alumbrado Orbiso, el primer vino de Montaña Alavesa. F. Ganuza

El padre labró, podó y cuidó la viña a su tiempo y en las horas libres que le dejaba la venta ambulante por las localidades de la comarca a bordo de su furgoneta y la atención a su tienda 'Olegario Ganuza, Ultramarinos, Vinos y Licores', que abrió en el pueblo (cuando tenía cerca de 400 vecinos, hoy apenas quedan 45).

Jesús Mari, que fue maestro de emigrantes españoles en Alemania y luego enseñante en Otxagabia y Estella, pasea, orgulloso, por el terreno con sus almendros, sus buenas tres higueras de sombra, sus ciruelos y unos guindos pintorescos. El suelo, de arcillas de marga y pedregosas calizas, es abundante en fósiles. A nada que uno escarbe o siga las aguantías encuentra el perfil de una estrella de mar o el tronco de un antiquísimo coral.

«En Orbiso, la verdad, apenas se hacía vino. Nosotros comíamos como fruta las uvas maduras de las que plantó mi padre. Mejor garnacha que ésta no hay», presume. «Unos años traía bastantes uvas; otros, menos. Era bastante irregular. En la casa de mi prima Benita hay un sitio que llamaban 'el lago', un recinto cuadrado de hormigón donde pisaban las uvas. El mosto lo sacaban a una cubeta que, luego, se bebían los mozos. Era un vino como verde, que no llegaba a conseguir color», dice. «Soy maestro; le cogí cariño a la viña en recuerdo a mi padre. Todos los años le pasaba la morica (la morisca, como llaman por aquí a la azada), la labraba con la mula mecánica, y podaba las viñas a mi manera, como le vi hacer a mi padre», recuerda en El Abuelico, como ha bautizado al teso.

Un rompecabezas en la frontera

Lo que no imaginaba Jesús Mari es que ese último vestigio de viñas de aluvión daría lugar a una especie de milagro embotellado. En Orbiso, tierra de emigración, furtivos y mera supervivencia, hubo vides. Lo prueba el hecho de que aún se encuentre un paraje llamado Las Viñas y otro, por mal nombre Las Liecas (Las Llecas, terrenos sin labrar), dedicados al cultivo de viñas. «Todavía se ven tocones secos, cepas ya perdidas por falta de cuidados, abandonadas», me explica Saúl Gil Berzal (43), viticultor de Laguardia, y cooperador necesario en esta historia mientras señala algunas manchas entre el paisaje de monte y cereal. Dos técnicos de la Diputación alavesa, Uxue Bacaicoa y Jaime Ibáñez de Elejalde, pusieron sus ojos en el majuelo de Olegario y contactaron con el viñador para ver qué se podía hacer con aquella reliquia que el celo y la dedicación de los Ganuza habían logrado preservar.

La botella nº 1 de Orbiso junto a una vieja Garnacha. Igor Martín

Gil Berzal empezó a sanear la viña, la podó con sus manos , quitó y limpió la madera seca, echó horas y horas tratando de resucitar, «como un cirujano, con trabajos de precisión», un paisaje herido. «Es una viña de secano que está en un paraje de ensueño, con frutales y flora de la zona, y con una climatología muy peculiar», resume Saúl, que la incorporó a su proyecto Buscando, donde elabora vinos singulares.

Mandaron las plantas de Olegario a analizar. Encontraron que, como es habitual en los viñedos norteños, la viña era un popurrí de variedades: la mayoría Garnacha. Pero también había Tempranillo, Viura, Moscatel y una variedad ignota, de origen francés, llamada Grand Noir, que no había sido registrada en Álava. Todo un rompecabezas de frontera.

Jesús María Ganuza y Saúl Gil Berzal en el teso donde el padre del primero plantó las viñas que han dado lugar al primer vino embotellado en la Montaña Alavesa. Igor Martín

Así que tras sanear la viña, protegerla de las plagas y mimarla, Saúl Gil Berzal tuvo que hacerse, en el verano de 2020, la gran pregunta. ¿Qué se puede hacer con la viña? «Vino», se respondió como un resorte. Su equipo vendimió el cerro, llevaron las cajas a Laguardia, las uvas fermentaron en inoxidable e hicieron la maloláctica en una barrica de roble francés de 225 litros, donde cupo toda la producción del cerro. Allí pasó trece meses, luego fue embotellado en bordelesa y estuvo casi dos años en reposo.

El pasado viernes 22 de diciembre, el primer vino embotellado nunca en Orbiso, el primer tinto de la Montaña Alavesa, fue descorchado en el restaurante Arrea!, de la vecina Santa Cruz de Campezo. Jesús Mari Ganuza recibió la botella número 1. El otro día nos prometió que la abriría para brindar por la vida el día de San Silvestre. La número 2 fue recogida por Amaia Barredo Martín, diputada foral de Agricultura, que asistió a la puesta de largo del tinto.

«El último que hizo vino en Orbiso fue el Marcelino de Gastiain; lo bebían, pero era un tinto de color bajísimo. Sería vino, sí, pero muy, muy flojo», explica Rufo Ganuza (55), montañero, fotógrafo, escritor, historiador de la comarca y sobrino del propietario de la viña. Rufo se emocionó visiblemente cuando probó el vino que lleva el nombre del pueblo de sus ancestros, cuyos montes y barrancos ha escalado tantas veces. «Es interpretar un lugar, un paisaje que no conocía», explica Saúl Gil Berzal. «La viña tiene una energía especial, es un oasis. Esa conexión (evidente hasta para los forasteros) me llegó de inmediato», remarca este «agricultor, artesano y artista», como se define.

Corzos y pajarillos

Hay otra añada de Orbiso (la del 23) esperando a ser embotellada porque en 2021 los corzos acabaron con la mitad de los racimos y en 2022, viendo que las uvas del viñedo, ya recuperado, eran muy golosas, los pájaros se dieron un festín y terminaron con las uvas en un santiamén, frustrando de este modo una nueva vendimia. «Hablamos de una Garnacha de latitud, no de altura», remarca Gil sobre la variedad mayoritaria.

Carrillera de jabalí servida en Arrea! J. Méndez

En la puesta de largo, que contó también con la presencia de los vinos de Roberto Oliván 'Tentenublo' (el nuevo Trueke) y los que elabora Sancho Rodríguez en la vecina Sierra de Codés, Bargota y el barranco de Cornava, Lamo puso sobre la mesa sus embutidos de jabalí, unas kokotxas de trucha del embalse de Yesa (¡de ejemplares de cuatro kilos!), un tartare de lomo de corzo, potentes carrilleras de jabalí, encurtidos de la Montaña (agraces, ajopuerros, ciruelas y nueces verdes, brevas, pella) y una selección de quesos (el siempre imponente de Ricardo Remiro), y el de cabra del joven Iñaki Eceiza, entre otros.

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