Lo que era un plato de pura necesidad, cuestión de mera supervivencia en las hambrunas, un bocado que se callaba como el más vergonzante de los tabús, puede servir hoy para alumbrar con un destello, con un fogonazo, el menú de un establecimiento gastronómico ubicado ... en el corazón de la montaña vasca.
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Algo de eso ocurre en el Garena de Julen Baz (Amorebieta, 35), ese cocinero ligero y ágil como una ardilla, tatuado de pies a cabeza y fino como un faquir de alta montaña. Ya rescató Baz guisos como la gallina vieja o el unte y tuvo que aprender, pelando la pava durante horas en Arbizu con Mari Ángeles Estanga, la última productora de baba txikis, la mejor manera de secar y cocinar tan atávicas habichuelas. Y ya no cesó de hacer preguntas: sobre el guiso tradicional de los pichones bravíos, sobre la mejor cocción para la zurrukutuna o por la manera correcta de cuajar la leche con ortigas.
Otro apartado de esa misma encuesta etnográfica lo ha hecho al arrimo de Puy Arrieta (44), pastora nacida en la alavesa localidad de Araia, y que maneja un rebaño de 400 ovejas latxas en Zeanuri junto a su marido Jon Etxebarria.
Arrieta elabora cada campaña unos 5.000 kilos de Ipiñaburu, un Idiazabal de leche cruda. El blanco, sin ahumar, es una auténtica pasada. Me habla Puy de que la palabra latxa quiere decir rugoso, «algo no agradable al tacto» y que, un buen día, Julen le llamó para pedirle sus ovejas viejas. Quería guisarlas. «Me dije 'otro colgao'», sonríe la pastora con la perra Izar hecha un ovillo rojo a sus pies.
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Pero aquel 'colgao', a diferencia de otros, insistió e insistió en su demanda. Había escuchado Baz que los pastores se comían a las ovejas mayores, a las que tenían mal las ubres, a las que no parían a su tiempo. Y que era algo que se callaba, un hábito alimentario oculto porque, dicen, estaba mal visto comer aquello. Tiempos de hambre y silencio, de bocados secretos disfrutados a escondidas del mundo.
La costumbre, dice Baz, era sacrificar las ovejas viejas, untarlas con sal y ponerlas a secar. A su tiempo comían aquella especie de cecina de oveja, proteína muy conveniente en tiempos de escasez y tasajo alimenticio para los propios pastores en sus andanzas diarias por los montes de pasto, sombra, arbustos y manantiales. «En Urbía también se comía guisada», apunta el pastor Jon Etxebarria.
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Nada nuevo bajo el sol. Ya Homero en la Odisea cuenta que los hombres de Ulises, al arribar a las costas de Ismaro, «bebieron mucho y, mientras, degollaban en la playa gran número de ovejas y de flexípedes bueyes de retorcidos cuernos» de los que dieron buena cuenta tras pasarlos por las brasas. La frase tiene (por lo menos) 2.800 años de vida.
Desde hace un tiempo, siguiendo esa misma senda ancestral, la pareja de pastores entrega las latxas más veteranas a Baz, que les da un nuevo sentido, una nueva utilidad. De otro modo acabarían como subproducto, proteína y grasa barata para piensos de animales de compañía.
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«Lo primero que hice fue cocinar la oveja deshuesada como en un guiso tradicional. Con cebolla súperpochada, ajo y pimiento choricero. Cocía durante horas y horas. Pero la carne quedaba gomosa y había partes poco agradables. De paso aprendí que los pastores tienen su propio recetario», recuerda. «Que cuando toca cortarles los rabitos a los corderos, los escaldan, les quitan la lana, los pelan y los fríen. Es un manjar. Tras ensayar muchas cosas decidí probar la zona de la chuleta, haciéndola al sarmiento». Aquello ya era otra cosa. Pero ¿se podía mejorar el resultado?
Baz decidió meter en cámara las canales de las latxas y madurarlas en un ambiente seco y frío. «Lo mínimo son 40 días aunque lo suyo son dos meses de maduración. Ahora me apartan las mejores cuando las llevan al matadero. Les gasto unas 60-80 ovejas latxas por temporada.
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Aprovecha Julen esa carne de la chuleta deshuesada que, una vez asada en la parrilla con carbón de encina, asoma en el menú Nuevas Tradiciones del restaurante gastronómico de Lamindao. «Sale como un solomillo: a ojos ciegas es una carne de la que nadie sabría decir el origen. Desde luego pocos dirán que es oveja. Es un bocado muy delicado que sorprende porque procede de un animal tan rudo. En una oveja vieja comes lana y grasa. Pero una vez afinada, es una carne muy fina», precisa Baz. En el plato, los rojos bocados aparecen acompañados de un jugo concentrado, muy poderoso, del propio guiso del animal y de un cogollo braseado.
Visita alimenticia a un caserío de Arratia. Garena oferta tres menús (consultar días en la web). El degustación a 128 €. El Gurea, de 58 €. Y el de mercado, 48 €. Atentos a las sugerencias del buen sumiller Miguel López.
Dirección: Bº Iturrioz, 11. Dima
Web: garena.restaurant/es/
Con otras zonas de oveja vieja elaboran las albóndigas que pueden tomarse en el bar de Garena, taberna sin manteles que funciona durante el fin de semana. Una manera inteligente de aprovechar animales sometidos a alimentación y cuidados exquisitos y que, hasta este nuevo empleo, con unos cuatro años de vida, «las ovejas gastadas, que se llevan al desvieje», acababan convertidas en pienso.
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«En Rioja también hay costumbre de consumir ganado mayor», dice Puy. Y pare usted de contar. Suponemos que los pastores de todo el mundo aprovecharán la carne de sus animales tras su último hálito (no se les puede rezar mejor responso), pero sólo conozco algo parecido en la comarca albaceteña de la Manchuela: Javier Sanz y Juan Sahuquillo de OBA, en Casas Ibáñez (Albacete), me contaron la costumbre de los rabadanes manchegos de descamisar a las ovejas muertas, lavar sus carnes en el río y dejarlas secar al tibio sol para guisarlas y hacer cecinas.
Estos tiempos de moralejas sin cuento hicieron imposible revivir en Garena la costumbre del sacrificio ancestral y de la elaboración inmediata de morcillas de ovino con la sangre de las latxas.
Baz reunió esta semana a su lado a algunos cocineros también imbricados con la tierra: el alavés de la Montaña Edorta Lamo (Arrea!, en Campezo), el joven mirandés Alejandro Serrano, del restaurante que lleva su nombre, las jóvenes Carlota y Martina Puigvert Puigdevall (hijas de Fina, de Les Cols, en la singular tierra volcánica de Olot). Y, también, María Lasquibar (maître) y Rodrigo Fonsec (cocinero) del KEA, en Vitoria; Sergio y Mario Tofé (atienden las cinco pujantes mesas de Èter, en Madrid), Maore Ruiz, uno de los productores de las sidras pré-nat Bizio o el cocinero Julen Bergantiños.
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«Esta es una zona desconocida, uno de los pulmones de Bizkaia, que conserva una identidad que la hace diferente y está llena de historias y leyendas: la peña de Ilunbe, las cuevas de Balzola, Gentilzubi, el puente de los Gentiles», dice el aizkolari y socio de Garena (lo que somos) Aitzol Atutxa.
Para ayudarle a entender el paraje y el paisaje, el grupo visitó Antzasti, el museo que permite «viajar en el tiempo por un caserío tradicional vasco, un caserío de pastores en Arratia, y por una casa bilbaína moderna» de principios del siglo XX y que atienden las hermanas Cristina y Elena Amezaga.
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«Venimos de una economía castigada y oculta; en mi caso, la de los furtivos. Aquí, con las ovejas. Esta es una manera de poner en valor esta vida», resumía Lamo el encuentro en Garena.
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