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Un recuerdo de la niñez. El aroma a la brasa de sarmiento en la cueva de Santi, en San Asensio, mientras los hombres bebían vasos de clarete y los niños recelábamos de la oscuridad húmeda y con aroma a vino que surgía desde las profundidades de la bodega excavada en la colina. Hoy, algunas bodegas han abierto restaurantes para completar eso que se llama la experiencia enológica y, de paso, difundir las bondades de sus vinos. Ahora que el calor afloja y que se aproxima la vendimia, es una buena ocasión para sentarse a sus mesas y degustar cositas buenas.
Para empezar, nada mejor que una bodega señera por su historia y la arquitectura, pues Frank Gehry puso en el mundo a Marqués de Riscal, que ya era un icono entre la industria viticultora. Y Riscal, que apostó a lo grande al sembrar en sus viñedos esa estructura brillante de titanio que es su hotel, mantuvo la apuesta al colocar al frente de su restaurante al inquieto Francis Paniego, dos estrellas Michelin en Echaurren, su casa de Ezcaray. Y Paniego aprovecha para exponer una coincidencia: «el Echaurren se inaugura en 1898, el año en que se pone a la venta el primer vino de Riscal».
El chef ha situado al frente de la cocina de Elciego a gente de su absoluta confianza y esa fe le valió ya en 2011 una estrella Michelin. Hoy, el equipo que lidera Silvia García elabora dos menús (110 y 160 euros) que reflejan la mano de Paniego, pero también su vinculación al territorio.
«Es nuestra propuesta, pero en un entorno diferente, con la presencia constante del vino de Rioja. Hay cosas que Ezcaray no tiene, desde zumos en verde con un punto de acidez para un gazpachuelo, las uvas que se retiran para que el sol dé en la viña... pero todo dentro de la misma mirada». Paniego no se siente un «cocinero obsesivo» que aspira a cambiar cada año sus menús, «en parte porque el público que viene lo hace por primera vez. Riscal no es un restaurante con comensales que repiten cada semana».
Baigorri, en la cercana Samaniego, es también un símbolo del cambio de los tiempos en Rioja Alavesa, y esa apertura se refleja en la arquitectura, en la elaboración de vinos por gravedad y en su cocina. Un menú degustación (55/65 euros, en función del vino elegido) de alta cocina elaborada por la cocinera uruguaya Maite Barruti «más rompedor y que encaja mejor con la esencia de la bodega», explica Sara Courel. Y el verbo 'encajar' es perfecto, pues el restaurante se encuentra justo sobre la inmensa sala de barricas y su ventanal se abre sobre los viñedos.
Desde Samaniego se ve la torre de Eguren Ugarte en Paganos, presidiendo la bodega, el hotel y el restaurante donde oficia el argentino Fabián Tofolón, responsable de los cuatro menús (30/40/60 €), que van desde la tradición hasta una sugestiva cena a ciegas para exacerbar los sentidos. La gastronomía era para el fundador, Victorino Eguren, un pilar de su «espíritu de anfitrión, un lugar donde degustar vinos y productos de Kilómetro 0. Quisimos poner en valor nuestro territorio y nuestros vinos a través de la cocina local» para trasladar a los clientes «la esencia de cada botella».
Cruzamos el Ebro, más hilo conductor que frontera, para visitar ese extraordinario complejo cultural y enológico, pero también gastronómico, que es Vivanco (Briones). Aquí, la mesa es el punto final a la visita a su museo, que reúne todo lo que conviene saber en torno al vino. «Vivanco es un lugar para pasar el día» que aprovecha al máximo «la buena despensa de la comarca», explica Óscar Abajo.
El restaurante, con su cristalera curva orientada hacia las viñas, ofrece al comensal varios menús (desde 34 hasta 68 €), desde el más tradicional hasta los denominados Winecooking (59/75 €, en función del maridaje), en el que el vino es un ingrediente más de las recetas.
Y de un término inglés a otro, el de 'wine lovers' con el que Lourdes Moral, de Martínez Lacuesta (Haro) define el perfil de los clientes de su restaurante. La bodega abre sólo los sábados pero su objetivo es claro: que el cliente pruebe sus vinos de alta gama, los grandes reservas, «esas botellas que quizá no comprarías o que quizá no pedirías con un almuerzo porque te costarían lo mismo que la comida, pero a precios asequibles». Su cocina es tradicional, patatas menestra, chuletillas... «lo que le apetece a la gente», resume Moral.
Es la filosofía de Finca de los Arandinos, cuyo restaurante Tierra se integra en un moderno hotel con espacios diseñados por David Delfín. «Desde el principio se pensó en una oferta Km0 que aproveche la importante huerta riojana, con platos de elaboración sencilla», explica Roberto Guillén. El turismo internacional copaba más del 60% de las reservas de la bodega de Entrena antes de la pandemia, con importante presencia de estadounidenses («se adaptan a casi todo y prueban lo más típico») y de asiáticos, que «son un poco más especiales: piden mucha verdura y se decantan por el pescado poco elaborado». Sus seis menús (dos para grupos) oscilan entre los 25 y los 60,50 euros.
En esa misma línea camina David Moreno (Badarán), donde la hospitalidad es marca de la casa. «Los distribuidores de vino llegaban con los clientes y mi padre les daba de comer patatas y chuletillas en el txoko. Cuando fueron modernizando la bodega decidieron abrir un espacio especial para la restauración», recuerda Gemma Moreno. Y en esa filosofía de cocina tradicional sin grandes aspiraciones sigue la familia porque «somos bodegueros y no nos hemos querido meter en ese mundo, nos ha ido muy bien con los menús (son dos, por 39 €) típicos riojanos».
Y de la Rioja seca, pero nunca yerma, a las verdes colinas donde crece el txakoli, ese vinillo marginado por malo que hoy se reivindica como un vino gastronómico. Como en HIKA (Villabona), que ha sumado a la causa a un cocinero ilustre, Roberto Ruiz, que durante 25 años hizo del Frontón de Tolosa la bandera de las alubias y de más cositas ricas de las que hablábamos al comienzo. La propuesta para sumarse a HIKA le sirvió para ratificar su apuesta por el producto local «en un lugar paradisíaco, rodeado de viñedos y caballos».
La cocina de Ruiz (menú alubias: 35 €; menú gastronómico: 82,50 €; visita, degustación y experiencia: 57,20 €) no ha sufrido un cambio sustancial, «pero sí una evolución al poder trabajar con otras técnicas, como la parrilla, y conseguir otros acabados». Así traslada a la bodega lo que ya consiguió en el Frontón : convertir el restaurante «en un destino gastronómico» con clientela local, pero que atrae también a extranjeros con «conceptos claros: comer bien sin fuegos de artificio».
Y lo debe haber logrado: hace unas semanas llegaron unos clientes en avión privado desde Formentera y otro se acerca desde Durango con frecuencia... en helicóptero. Para todos ellos va el esfuerzo de convencer al comensal de que los mejores txakolis acompañan perfectamente a platos densos como las alubias. «Si le das una bebida cálida a un plato cálido, ni rompe ni limpia; un txakoli o un espumoso como el que hacemos aquí, en cambio, refresca».
Algo parecido opina Ángel Carrero, de la bodega de txakoli Berroja, en Muxika (Bizkaia), que no tiene restaurante pero organiza almuerzos para grupos de más de diez personas como parte de la visita, y para lo que cuenta con la colaboración de cocineros de la comarca. «No vendemos el txakoli como vino sólo para chiquitear, sino que hay tres niveles: para chiquitear, para disfrutar o para comer. Con un buen txakoli vas a flipar si acompañas a un tataki, rabo estofado, caracoles, callos. O con los quesos de Cabrales».
Carrero maneja producto local, carnes, conservas de Bermeo, verduras de la comarca, para organizar suculentas parrilladas. «Es como recuperar el espíritu de los viejos txakolis de Artxanda», resume.
Tampoco tiene restaurante Astobiza, en la localidad alavesa de Okondo, pero practica una experiencia similar a la de sus colegas vizcaínos. Su gerente, Jon Zubeldia, fue cocinero antes que txakolinero y se forjó en el Echaurren y en locales de La Rioja tras cocinar en Inglaterra, Francia o Asturias. Su paso por la Escuela de Artxanda le sirvió para ponerse el delantal y darle a los fogones. Desde 2008 hasta el año pasado servía de todo lo que encontraba en las cercanías: verdura, cordero y hasta burritos lechales de Cuartango.
Ahora se ha aliado con el catering Mondona, que gestiona el palacio Ubieta (Gordexola), uno de los más afamados locales de banquetes de Euskadi, para atender a quienes quieren completar el recorrido por el viñedo y la bodega con un almuerzo.
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