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Lo más difícil de la cocina es callarse», dice Fernando Canales Etxanobe (Bilbao, 1962), un chef sin pelos en la lengua y que sabe, de primera mano, lo que es el desasosiego absoluto entre fogones cuando se dispara la curiosidad. «Cuando empezaba era muy curioso, hacía muchísimas preguntas. Resultaba incómodo», recuerda, sentado en el reservado de La Despensa del Etxanobe, en Bilbao. «El otro gran error de la hostelería –confía– es centrarse siempre en el fallo de los demás. En la gestión no importan los fallos sino las virtudes».
Ser consciente de ambas circunstancias sería, según Canales, el puntal sobre el que ha asentado sus 40 años de oficio. Por eso repasa de carrerilla la lista de sus colaboradores y añade la coletilla de los años de servicio en común: «Mikel Población, mi amigo y socio en La Despensa, empezó conmigo y llevamos juntos 34 años; Javi Izarra, 29; Lorena, 27; Zigor, 26; Isorne, 23 años. En cualquier encuentro entre hosteleros, a los cinco minutos sale el tema del personal. Lo más complicado de la hostelería es gestionar equipos, cómo entenderse entre gente tan dispar. Porque una cosa es lo que uno dice y otra muy distinta lo que el otro entiende», cabecea.
Canales es un rara avis en el universo de la cocina. Su abuelo materno, Manuel Echanove, ingeniero y fundador de Iberduero, que hizo los saltos de Aldeadávila, en Salamanca, y Ricobayo, en Zamora, tuvo 14 hijos. «Así que somos 50 primos, todos universitarios. Menos dos: un sinvergüenza que quiso ser actor, mi primo Juan Echanove, y otro, vago, que soy yo», ríe.
Nacido en una familia de cinco hermanos, creció Canales en mitad del monte, en unas viviendas medio utópicas de la Cooperativa Ziuter, en Leioa. «Me tocaba caminar 20 kilómetros para ir y volver al colegio, a Nuestra Señora de Europa, en Algorta. Era un Forrest Gump, así que llegué entrenado para las caminatas de la cocina. Pero había un día a la semana en que sólo hacía 10 kilómetros porque comía en casa de mi abuela. En aquella casa yo era Cholín, de pocholín, como me llamaba mi abuelo. Mi abuela Josefina era una repostera fabulosa: hacía cuajadas y un pastel esponjoso de chocolate , un moelleux du chocolat, cuya receta vi luego en restaurantes de Francia. Yo era un TDA de libro. Repetí todos los cursos. Decidí estudiar cocina. ¿Por qué? Mi padre, José Luis, bancario, cocinaba en casa los fines de semana y lo veía feliz. Yo quería ser como mi padre cuando era feliz. Soy de la primera promoción de la escuela de Leioa, por donde han pasado Alija, Eneko Atxa o Mikel Población. Como a tantos otros, me marcó José Ángel Iturbe, 'Bigotes' por su capacidad de síntesis para las recetas y por la estructura lógica de su pensamiento», le elogia.
Pero aquello, por lo que cuenta Canales, debía ser la guerra. Un pelotón de chavales con una preparación rudimentaria teniendo que dar de comer a un millar de estudiantes hambrientos. «¡Freíamos 250 fanecas al día! ¿Qué era aquello?», se espanta. Se levanta Canales y vuelve a la mesa con un tomo donde aparecen las recetas que escribió a mano su abuela Josefina Maguregui. Joyas como el Roast Beef o el Cordero asoman con sopas y postres de hechuras muy delicadas, todas escritas a plumilla, con la letra picuda de la caligrafía del pasado siglo. «Menudo nivel», suspira.
Como durante un par de veranos había ido a Poitiers a excavar, Canales, tras sortear la mili en la primera quinta de objetores de conciencia sin juicio ni prestación social sustitutoria, se fue de prácticas al Pavillon Landais, en Souston. «Gran cocina, pero con una disciplina bestial. No existía la fregona y teníamos que pasar la bayeta de rodillas. Cada vez que hacíamos una salsa rebañábamos el cazo con el canto de la mano. No había lenguas. Allí aprendí que las cosas se hacen de una única manera. En cocina no hay atajos», subraya.
Pasa luego por el Lucca de Madrid (86/87) y El Bodegón (87/88), el negocio familiar de la familia Berasategui con sus 21 escalones. Eran años de pruebas y tentativas. «Hablé con Ángel Lorente, del Ercilla, y no me dio trabajo. También me entrevistó Pedro Subijana. Preguntaba mucho, sé que era incómodo en las cocinas», repite.
En el 89 forma parte del equipo de cocina con que Daniel García inaugura Zortziko. Desde el 1 de mayo de 1990 a 1999 es jefe de cocina en el añorado Goizeko Kabi que tuvo a Carmelo Gorrotxategui como cocinero jefe desde 1982. «Jesús Santos, el dueño, que había sido vendedor de películas, se fue a Madrid a abrir el Goizeko en el hotel Wellington. Aquí coincidí con Manuel Mella, que fue mi jefe y mi padrino, con Josemi Olazabalaga, mi maestro del pilpil, con José Martín Aragón... En 1999 me hago cargo del Palacio Euskalduna», suspira Canales.
Una epopeya culinaria en las alturas que concluye 18 años después, en 2018, cuando abre local «en la lonja más grande de Bilbao», que conserva aún en fachada la hermosa e industriosa vidriera de cemento del taller de la familia Cañada. Un local de diseño neoyorquino y hechuras vascas. Con neones rojos, pura picardía en los baños, y guías doradas en el suelo para no perder la senda. Con vidrieras de cemento y colores. Neto patrimonio industrial vasco. Con cámara Dry Aged para madurar carnes en seco, un vivero para langostas (que sirven con crema de huevo frito) diseñada por Biscay Aquatics, la plantilla repartida en siete partidas siete y un cerebro de última generación coordinándolo todo en cocina. Un mecano.
«Trabajar la carta da la verdadera medida del nivel de un restaurante; la cocina se convierte en una olla a presión. Cuanto más cocinas al momento, mejor eres como restaurante. En ese tiempo comprimido, en esa presión, se encierra la verdad de la cocina. El pescado es lo más difícil de preparar. No admite un segundo de más. El cocinero se hace, pero el parrillero nace. Esa sensibilidad especial que tiene Víctor Arguinzóniz, por ejemplo. La percepción está en su ojo, en su mano, en su experiencia. Me emociono cuando me dan platos que me proporcionan placer. Me gusta cocinar en casa y mi especialidad son las paellas, un plato que me enseñó mi padre, siempre le pongo chorizo, como hacía él». Y Canales se lanza a una prolija disertación teórica sobre el método paellil. Tomo nota de los 17 minutos o cloc'k del arroz bomba y del método certero para el socarrat de este cocinero que aprendió a surfear a los 50 (siempre con casco porque toma una medicación que altera la coagulación de la sangre), tal vez para conseguir mantenerse en la cresta de la ola tras el leonino contrato que enfrentó en Euskalduna.
«Conviene fijarse cuando uno va a hacer la compra al súper. Eso es lo que come la gente en las ciudades. La gran pregunta es '¿por qué pudiendo comer mejor que nunca nos alimentamos tan mal?' El problema no es que la comida buena sea cara sino que la comida mala es muy barata», clama el autor de Cocina asequible o Recetas por 5 euros.
Feraz en anécdotas y vivencias, la charla con Canales salta de su pasión por la mar, por la recolección de algas (es Premio Nécora de Noja tras un reportaje en National Geographic) a sus perros (ah, Tomy, el bodeguero jerezano, Lucca, Noa) y se amansa en la merluza frita con pimientos y en la lasaña fría de anchoas.
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