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El estrellado chef del Muelle Marzana que cocina sin darse importancia
Yvonne Iturgaiz

El estrellado chef del Muelle Marzana que cocina sin darse importancia

Álvaro Garrido cumple 30 años en el oficio. Retrato de un guisandero de laderas y barrio, formado con Torreblanca y Manolo de la Osa

Viernes, 16 de febrero 2024

El cocinero Álvaro Garrido Ramírez (Bilbao, 47 años) es fruto de los montes de Bilbao, de esos tiempos en que la Villa crecía trepando hacia las laderas y conformaba, en cada una de ellas, núcleos de población con una familiaridad muy sincera y rural. Sitios a los que todavía sube la furgoneta del patatero y donde, hasta hace nada, un vendedor de porras o de pulpo o «¡el colmenerooo mieleeero!» recorría los bloques voceando su mercancía.

Alvarito, ese rubicundo y travieso querubín de las fotos infantiles que acompañan este relato, creció y vivió en las casas de la Nueva Aurora, de Telefónica, que construyó su bisabuelo, y corrió sobre la tierra y las campas de la Vía Vieja de Lezama, en el barrio de Begoña. Desde allí se asomaba a los rocosos riscos ferrosos desde donde se divisa la Villa de Bilbao hendida en dos por una Ría de chocolate. Garrido es y será de barrio. Cocina desde hace 30 años y lleva casi 18 años guisando pegado a ese mismo Nervión de sus juegos infantiles a donde quiso arribar cuando montó su primer negocio con Lara Martín.

Álvaro Garrido, con otros niños en una campa de Vía Vieja de Lezama, en Begoña, su barrio. Familia Garrido

«El cocinero tiene que tener identidad; yo he trabajado duro para construirme una. Por eso no suelo acudir a restaurantes famosos. Sé lo que va a ocurrir antes de que suceda porque carecen de identidad. Hoy se viaja por el teléfono y se come por Instagram», se lamenta. «Hay que ir a los sitios y que no te lo cuenten. Nosotros nos dejábamos la mitad del sueldo en una comida donde Michel Bras o donde Pierre Gagnaire. Sabían que aquellos críos éramos cocineros y oías al maître o al chef decir 'ponedles unas copas de champán a estos chicos'. Nos callábamos cada vez que nos ponían el plato en la mesa porque lo estudiábamos a fondo y no queríamos perdernos ni un detalles. Qué distinto de cuando estamos en nuestras cocinas, donde comemos de pie y con cuchara, para ir más rápidos», suspira retratando la realidad y dureza del oficio.

En la cocina del restaurante Mina. Y. Iturgaiz

Para comprender al cocinero de hoy, con 30 años en el tajo, conviene abrir una puerta a aquella casa donde comían, cada día, una docena larga de personas: los abuelos, en el salón, frente a la tele con el parte o el 'No te rías que es peor' de Marianico el Corto y el tremendo Barragán. Los niños, recién salidos de la escuela, dejaban el asiento caliente para los mayores, que se iban incorporando según su horario laboral. «Cocinar, guisar como dice mi abuela, era lo habitual. Ella compraba a lo grande: cinco docenas de huevos, doce litros de leche, pollos... Todos los días cenábamos sopa y dos platos. Cuando hacía alubias, en la cazuela de barro metía kilo y medio. Hoy hay una generación de jóvenes y de foodies que no han comido caliente y creen que la comida son las fotos de Instagram. Nos llegan aprendices que no han probado en sus casas más que pizza, pechuga y salmón porque sus padres trabajan. Tengo que enseñarles a cocinar unas lentejas. No saben. En mi casa siempre había gente en la cocina, con morros, caracoles o lengua en salsa, y más gente en el salón comiendo», dice.

«Ya comía y untaba callos con 10 años»

«Yo ya untaba callos con diez años y hablaba con los mayores en la cocina. Teníamos y criábamos perros Pointer porque mi padre es muy cazador». De entonces (anoto) le viene el gusto por las piezas salvajes, el arte de desplumar los pájaros y la habilidad de retirar la pellica de conejos y liebres. «Tuvimos una perra que nos dio doce cachorros. Mi padre los llamó Bat, Bi, Hiru, Lau... Nos quedamos con Hiru, a la que adiestramos con ovillos de lana por el barrio. Con nueve años también pescaba en Balmaseda. Yo, con cucharilla, mi padre, a látigo. Aún va al salmón y a la trucha a Asturias y a Cantabria. Y hasta a Canadá ha ido. Pero yo he comido tantas truchas que ahora las odio», clama.

Mina (Bilbao)

A Álvaro le viven aún las dos abuelas. Ambas se llaman María Luisa («las Yayis»). Una cumplió 101 y, la otra va camino de ser centenaria. Aquí, el lugar común de tanto cocinero guay criado a las haldas de las sabias ancianas, adquiere el sentido de una verdad absoluta. Nada de melindres. Uno que ha conocido a Álvaro Garrido en la tensión de servir al momento un centenar largo de raciones de liebre a la royale en Zafra, en el homenaje a su maestro Manolo de la Osa, (sólo he visto tanta adrenalina suelta y un pasmo similar en la mirada dentro de un camión de bomberos que salía de estampida a sofocar un incendio y en el interior de un BMR de nuestros cascos azules) sabe que esa imagen gamberra, jovial y dicharachera que gasta se transforma en tensión y estricta disciplina inglesa cuando pucheros y comandas tocan a degüello.

El cocinero fue atleta aficionado y campeón de Euskadi de maratón en la categoría de Promesas en 1998. Familia Garrido

Pocos saben que Garrido fue un atleta muy potable, que conquistó el título de maratón en categoría Promesas y que su decisión de estudiar cocina fue un drama, «porque entonces era cocinero el que no valía para otra cosa. Yo no me veía haciendo una carrera como mis hermanas. Y cocinar se me daba bien. Empecé en Artxanda con 17 años».

Ya desde el primer curso, con su flamante uniforme de chaqueta burdeos y fajín, hacía extras como camarero en el Ercilla, en el Nervión o en el Tamarises. «Mi primer trabajo oficial fue en el Retolaza, de la calle Tendería, el restaurante más antiguo de Bilbao. Siempre recuerdo lo que me preguntaba mi abuela cuando volvía de trabajar de algún sitio: '¿Y ahí, qué tal se guisa?'».

Tras seis meses allí se fue a la cocina de un hotel de lujo en Leicester, el Staky's Leicester Hotel, y flipó con las comidas kosher y halal y con las durísimas condiciones de trabajo de las cocinas en los 90, verdaderas ollas a presión, con hornos de suela en los que se quemaban las manos los aprendices. «El aprendizaje en aquellas cocinas era terrible. Pero descubrí el roastbeef y el pudin de Yorkshire», sonríe. Cuando regresó se levantaba a las siete para entrenar las maratones y trabajaba en dos servicios hasta que aquellas piernas «hinchadísimas» no dieron para más.

En el restaurante Las Rejas (Las Pedroñeras), con el inimitable Manolo de la Osa, su gran maestro en la cocina. Familia Garrido

En el Hotel Nervión oyó hablar de Jordi Butrón (Spai Sucre), una escuela «muy marciana». Agarró el petate y se plantó en Barcelona porque quería ser pastelero. Se colocó luego en el Sagardi, ya saben, el grupo del antropólogo Iñaki López de Viñaspre y su hermano, con una treintena de locales por el mundo. Le pusieron en la parrilla «de forma natural, porque era vasco. Luego fui a Petrer, Alicante, donde Paco Torreblanca. Ahí conocí a tu madre (le dice a su hijo Diego que, hoy martes de Carnaval lee un cómic de Batman comprado en Joker en la sala del Mina) y al Rey, cuando aún era príncipe. Y nos volvimos donde Manolo de la Osa». Esa mención daría para una enciclopedia crápula y jaranera hecha de alta cocina. «Nunca he visto a nadie que hiciera más con menos: el primer tuétano con caviar, langosta con vainilla» y, también, epopeyas en márgenes y cunetas de la Nacional 301.

Minawarriors. Jonathan Picardi, Gladys Han, Roger Martí, Carla Pérez, Xabier Simonet y Álvaro Garrido en Mina, donde guisan dos menús: 10 productos, 120 €; 14 productos, 150 €. Y. Iturgaiz

«Tuve que marcharme porque en Euskadi todos los caminos estaban cerrados, taponados», se lamenta. Al volver gestionó con Lara durante nueve meses la Hospedería de Aránzazu hasta que descubrieron el local de Marzana por cuya escalera transcurre, pásmense peregrinos, el Camino de Santiago. Abrieron el 1 de agosto de 2006 con un menú degustación a 36 pavos, algo novedoso entonces, que comenzaba con crema de queso y donde había merluza con caldo de gallina y perdiz asada. Luego llegó la estrella, el enano Tyron Lannister y la princesa Emilia Clarke de Juego de Tronos, el rissoto de begihandi, la reseña en NYT en 2009 y la vida sin cesar, desbordante, de Álvaro Garrido y sus Minawarriors.

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